Hace poco más de una
semana fui invitada a participar de esta conversación. A pesar del breve tiempo
para preparar este comentario, me atreví a lanzarme a esta piscina. Lo hago
porque espero compartir con ustedes mi experiencia y mis reflexiones que he ido
acumulando en mi práctica como ecóloga con especialidad en conservación, impulsando
proyectos de transformaciones cada vez más urgentes que, espero, nos permitan avanzar
en la compleja y ardua tarea que significa el cuidado de nuestra Tierra.
La conservación de la biodiversidad
de Chile es un proceso del cual formo parte activa hace ya varios años.Como miembro de WCS - una muy antigua
ONG de presencia global- desde hace más de una década lidero en Chile un
programa de conservación y valoración del patrimonio natural chileno, el que
incluye, entre otros objetivos, la materialización de algunas de nuestras ideas
en un área protegida en la Isla Grande de Tierra del fuego, el ParqueKarukinka. Desde esta lejana esquinita de nuestro planeta, intento interconectar
en torno a estos altos objetivos conservacionistas a una enorme diversidad de
personas y personajes del mundo de la academia y las ciencias, de la política
nacional y regional, del mundo empresarial, de la cultura y el arte. Mis
interlocutores son estudiantes, artistas, artesanos, guardaparques, vecinas, y
más.
Dada la naturaleza de la
biodiversidad que constituye en sí una realidad de la mayor singularidad
conocida hasta ahora en nuestro universo -tan maravillosa como compleja, tan
ubicua como idiosincrática- a lo largo de mi viaje profesional muchas veces mi trabajo
ha sido similar al de una alfarera en un entorno indiferente a la alfarería. Al
de una artesana que intenta modelar una arcilla esquiva, cambiante y que,
aunque omnipresente, parece invisible a los ojos de la mayoría de mis
coterráneos y contemporáneos.
Mis esfuerzos han girado
y giran en torno a la gestión teórico-práctica de un intrincado entramado socio-ecológico,
por medio de un abordaje sistemático y sistémico, con el objetivo principal de
revertir la pérdida de biodiversidad que no afecta únicamente esta esquinita
fueguina de la que hablo, sino afecta a todo nuestro planeta. El Objetivo de este
esfuerzo es que él se traduzca en bienestar humano y una sustentabilidad
consecuente.
De esta experiencia, que
ha sido como empujar una locomotora oxidada en una playa sin rieles he ganado algunas
ideas que quisiera compartir hoy con ustedes. Estar aquí hoy, frente a esta
audiencia, con tan escaso tiempo para preparar una ponencia “redonda”, acaso
sea un símil del problema que hoy nos convoca: porque nadie está preparado 100%
para enfrentar el desafío que nos plantea la cada vez más urgente transformación
de culturas y paradigmas. Sin embargo y pesar de ello, dada la premura, debemos
echarnos a andar a ciegas por un camino, armados de conocimientos fragmentarios,
al interior de un espacio humano y natural igualmente complejo e incierto.
Con la intención de
aportar a este relato común aún por construir, traigo tres ideas que, espero,
puedan sumarse a la reflexión compartida a la que hemos sido invitados hoy por
el CEP. Los fragmentos que traigo a la mano no constituyen un relato lineal,
como tampoco no es de resolución lineal el problema que tenemos ante nuestras
narices. Sabemos que no han de ser soluciones mágicas, pues no existen milagros
para nuestro desafío. Son reflexiones en voz alta que surgen de la práctica
sistemática de políticas y prácticas de la conservación, y de mi entendimiento
de esta complejidad. De cada una de ellas he sacado lecciones que ahora deseo
compartir con ustedes.
Primera cuestión y dos preguntas: ¿A qué nos enfrentamos, cuando pensamos en
el planeta Tierra, y en su cuidado? ¿Qué nos encontramos en el tránsito de la
explotación a otra cosa?
Soy ecóloga. La mía es
una disciplina científica integradora, cuyo centro y materia de estudio es la
biodiversidad, palabra moderna que más o menos engloba lo que conocemos como naturaleza.
Como dije, esta presenta la mayor singularidad conocida hasta ahora en todo el universo,
una que permite nuestra propia existencia, y que entrega o debería entregar bienestar
a personas, comunidades, economías, países y finalmente a toda la humanidad.
La biodiversidad es la
matriz única que nos conecta ecológica y evolutivamente con cada manifestación
viva de este planeta. Aunque sea una perogrullada que hemos olvidado por quién
sabe qué razones, debo recordar que los humanos somos animales; como tales
tenemos la misma dependencia y necesidad de una biodiversidad sana, como la tiene
cualquier otra forma de vida.
Tomado de Röckstrom et al. 2009 |
Del conjunto de sistemas
globales necesarios para mantener esta singularidad, la biodiversidad suma la
provisión de agua dulce, la mantención de la capa de ozono, la integridad de
sistemas biogeoquímicos, o cambio climático, entre muchos otros. Cada uno de estos sistemas, sin embargo, se
encuentra hoy bajo la presión de una hiper-demanda que empuja a la naturaleza, como
nunca antes, más allá de los límites requeridos para mantener las condiciones
mínimas para asegurar la existencia humana y no humana. Es lo que hoy ocurre
con la degradación de la capa de ozono, con el incremento de la temperatura
debido al aumento de gases que producen el llamado efecto invernadero en la
atmósfera, con la acidificación de los océanos, con la cada vez más menguada
provisión de agua dulce, y muchos otros fenómenos más.
Sin estar instalado en el imaginario
colectivo, ni social, ni político, ni cultural, la pérdida de biodiversidad es entre
todos estos problemas globales, sin duda el proceso más alarmante cuya masa
crítica de riesgos ya sobrepasa todos los límites que conocemos: son riesgos que
probablemente van más allá de lo que la vida en nuestra morada azul puede
tolerar.
Destrucción bosques producto invasión castores
en Parque Karukinka
|
Las causas de tal
deterioro son variadas; algunas son bien conocidas por el mundo de la ecología:
degradación de hábitat, especies invasoras, enfermedades y muchas más. Las consecuencias
más profundas restan todavía por ser conocidas, aunque en forma amplia, progresiva
y recurrente las venimos viviendo desde hace tiempo.
Es
este, efectivamente, el mayor problema global y social que afecta a nuestro planeta
Tierra, que enfrentamos hoy como humanidad. Aunque ubicuo, a diferencia de lo
que ocurre con la acumulación de CO2 en la atmósfera, que por su naturaleza permite
intercambio de emisiones por captura en diferentes partes del globo, la pérdida
de biodiversidad erosiona un patrimonio muy singular. Deteriora identidad e
integridad, y puesto que depende de complejos procesos ecológicos y evolutivos,
la mayor parte de las veces es irremplazable.
He aquí el primer
reconocimiento de este manifiesto: el cuidado de nuestro planeta, requiere
concentrar esfuerzos en proteger su bien más preciado – su naturaleza o
biodiversidad.
Destaco aquí, sin
embargo, un extraño lado positivo de la crisis que hoy enfrentamos: ella ha
abierto nuevos espacios para entender lo que el mundo de las ciencias
ecológicas sabe desde siempre: el bienestar y futuro de nuestra especie (y la
de los millones de otros seres con los que compartimos este planeta) requiere
de otras condiciones que van más allá de lo puramente económico o lo político o
lo legal o lo administrativo.
Una disciplina –las
ciencias de la conservación- se alza en respuesta a esta crisis. Muy joven
comparada con otras ciencias establecidas, la conservación, es un vasto campo de
observación, pensamiento y acción que desde hace poco ha comenzado a
desplegarse ante nuestros ojos. A diferencia de otras ciencias, objeto y
objetivo de la conservación son tan precisos como ineludibles. Esto es, enfrentar,
para ‒idealmente‒ reducir, retrasar o revertir, el patrón de pérdida de
biodiversidad que cubre nuestro globo.
Es pues, una ciencia de
emergencias, de decisiones y de acción. Debido a la presencia ubicua, cambiante
de la biodiversidad, que se manifiesta a toda escala; debido a la relación intrínseca,
profunda ‒directa y difusa al mismo tiempo‒ que ella establece con las
sociedades humanas, la práctica de la conservación requiere necesariamente de
la participación de muchos actores.
Esto se traduce en el mandato inaplazable de
integrar, sumar, visibilizar, conectar, amplificar, reunir, no sólo a los más diversos
actores humanos, sino conectarlos a estos con esta matriz de vida llamada
biodiversidad de la cual depende su propia existencia. Esto implica trabajar en
múltiples dimensiones y escalas, con herramientas específicas que permitan
guiarnos por un camino de transformación, continuidad y dependencia que tal complejidad
requiere. Este camino, tal como lo indica Val Plumwood, aparece como
revolucionario, pues nuestra cultura se ha empeñado en negar la conexión humana
con la Tierra, empobreciendo y alienando nuestra identidad.
Ante esto, las primeras
preguntas obvias que surgen y que yo planteo ahora a esta audiencia serían ¿Cómo
se transita a tientas, por una ruta aún en construcción? ¿Cómo ha de verse este
camino? ¿Cómo se camina por él con tantos compañeros de viaje sin estorbarnos
mutuamente?
Es bien conocida la equívoca
expresión “making through thinking”. Ella suele usarse para ilustrar procesos de
investigación ‒cualitativos y cuantitativas‒ bien conocidos por nosotras; también
desarrollados y ejecutados con profusión por parte importante de las ciencias
ecológicas más modernas.
Tales procesos suelen visualizar
a partir del producto final, el camino que condujo a él. Desde afuera, tanto
por especialistas como por legos, tal camino se nos aparece como lineal. Y pareciera
que cada decisión tomada durante las diferentes etapas del proceso investigativo
–elaboración del modelo, las preguntas que surgieron, las formas para enfrentarlas
y resolverlas, y más- fue siempre la
mejor para acceder a la única ruta posible que condujo hasta ese producto final.
A menudo suele suponerse que a tal o cual investigadora se le encendió la
ampolleta, generó una idea que devino en pensamiento que luego echó a andar en
el mundo por un camino llano. Esta óptica es frecuente para enfocar otros periplos
cognitivos.
Existe, sin embargo, una otra
visión alternativa: la del pensar a través del hacer. Es la llamada preformativa,
conocida también como la tercera forma de investigar. Ella nos permite indagar
en otros procesos del quehacer humano donde reina una forma de empirismo y creatividad
algo diferentes a la científica, como son las humanidades y las artes. Algo similar
ocurre también en espacios de enorme incertidumbre y complejidad, como es la
conservación de la biodiversidad.
Desde esta otra visión, se
puede constatar la aserción del antropólogo Tim Ingold cuando afirma que el
producto que surge del proceso creativo, es justamente eso: el resultado de un
proceso. Un proceso que coadyuva de
manera esencial a la construcción de nuevas realidades. Son procesos
transformadores que nacen del apareamiento de un pensamiento matriz a y las
realidades que han generado tal pensamiento a la espera de ser transformadas por
este. Por tanto, creemos que en nuestro quehacer no son dables las apriorísticas
recetas rectilíneas, pero sí son posibles y deseables aquellas generadas por la
fuerza de la experimentación y del aprendizaje en el hacer. Las nacidas en el
encuentro.
Justamente ese es el proceso de transformación que urge nuestros
afanes por adentrarnos en el espacio singular de la conservación de
biodiversidad, que se va entendiendo y modelando en la medida que trabajamos en
él y con él; un trabajo en que deben confluir necesariamente diversos actores,
no con la aspiración de imponer un determinado punto de vista o entendimiento,
sino para aportar desde su experiencia a la construcción compartida de este novel
espacio.
Agreguemos otra pieza a este patchwork de
preguntas. ¿Qué transformaciones creemos son indispensables que sean impulsadas
por nuestros líderes, especialmente aquellos que tiene acceso al poder o lo
ejercen?
Observo a Chile con los pies puestos al
sur de nuestro sur, desde aquel territorio marginal, desamparado no sólo
geográfica, sino económica y socialmente. Mis observaciones son, entonces,
hechas desde otra esquina de nuestra sociedad, son una mirada muy alejada del
poder. Desde esta distancia, y ante la magnitud de la evidencia, surge la
pregunta por el rol que el Poder puede y debe tener en este proceso
transformativo.
¿Qué tipo de poder necesitamos para llevar adelante esta
transformación? ¿Qué tipo de relación necesitamos establecer entre el
conocimiento de los problemas que nos acosan y los poderosos actores que
determinan e influyen en sus soluciones?
Permítanme ahora echar mano a uno de los mejores
y peores ejemplos que dan cuenta de esta relación, el de Uaxactún, el que fuera
el centro científico-religioso más importante del Mundo Maya. Allí, en la
región del Petén, el bosque más importante de Mesoamérica, se alzó alguna vez el
observatorio mayor de la cultura maya preclásica y clásica, bastión indiscutido
del Poder político de dicho mundo. Era el obligado punto de reunión de los
astrónomos de todo el extenso imperio maya, quienes llegaban desde diversos
rincones para desarrollar sus investigaciones.
Como en el antiguo Egipto o en Babilonia
la Grande, sirviéndose de la ocurrencia de eclipses, períodos de sequías,
plagas, y otros, la ciencia astronómica maya se constituyó en uno de los
pilares principales sobre los que se erigió el poder político-religioso
dominante. Destinado, sobre todo, a servir de instrumento
político-administrativo para el pago de tributos, la realización de
sacrificios, y muchas otras prácticas de gobierno, administración y culto.
Tal “Poder”, que se nutría en gran parte de
este “Saber científico”, era el fundamento de un sistema político-social
omnisciente, hegemónico, inicuo, vertical, y a la vez extremadamente
productivo, capaz de mantener y abastecer a una población numerosa.
Tal como ocurre hoy en día en múltiples
rincones de nuestro globo, el bienestar del pueblo Maya comenzó a declinar, a
resultas de una acelerada degradación ambiental, la pérdida de bosques, de
suelo fértil, el incremento de sequías, con impacto directo en la estructura
social sobre la que se alzaba dicho imperio. Esta descomposición dio origen a
una devastadora competición militar entre las élites por mantener el dominio
sobre lo que se desmoronaba de manera insoslayable. Una nueva realidad golpeó
con fuerza inapelable hasta derribar los cimientos de este “mundo feliz”. Y ese,
hasta entonces omnímodo, “Poder” demostró ser inepto para descifrar la miríada
de señales ambientales que ardían por doquier. Fueron, por ende, incapaces de
reaccionar oportunamente. Ignorar esa nueva realidad impidió enfrentarla y
selló el colapso definitivo de aquella civilización.
Ahora, varios siglos después de ocurrido
aquello, en otro espacio socio-ecológico, en una sociedad transformada y
transformándose de modo incesante, se hace más indispensable que nunca repensarnos
en nuestro ser y quehacer, para rediseñar y poner a prueba nuevas condiciones y
posiciones del poder, mientras aún tengamos tiempo para ello.
Se hace imprescindible transitar desde la
actual forma discapacitada del poder, ciego a todas las evidencias que emanan
de una natura sobre-demandada y sobre-explotada, sordo a las exigencias que le
plantean las comunidades humanas que claman por mayor bienestar social y
ambiental general, hacia un Poder dotado de visión y herramientas adecuadas que
le permitan hacerse parte y socio de este imperioso proceso de recuperación y
reconstrucción de una naturaleza que tambalea en su esencia.
Los esfuerzos en ese sentido deben sumarse
y realizarse en múltiples espacios; también en uno como el que nos encontramos
hoy día. Pero por sobre todo, ellos deben superar el nivel verbal para reflejarse
en acciones y políticas concretas que tengan lugar en el mundo real. Estos
espacios ofrecen una oportunidad de reconocimiento entre actores y sectores. Su
valor será tanto mayor, en cuanto ellos sean parte de un mismo sistema, lo que
hará más relevante la oportunidad de conectarse y empatizar, en la tarea de
abrir espacios a otras conexiones con las realidades ecológicas, que son
también sociales, culturales, económica, todas y cada una de las cuales claman
hoy por un cambio. Son conexiones que nunca se dieron en el mundo Maya.
Desde mi experiencia en las ciencias de la
conservación, vuelvo a recalcar que los caminos de transformación deben
esforzarse por converger en pos de ese otro Poder visionario: uno que armado con
los diversos conocimientos que puedan emanar desde los variados ámbitos de
nuestra sociedad, pueda servir de motor para intentar este tránsito a lo nuevo
y necesario. Por supuesto esta nueva
forma de enfocar un proceso cognitivo pone en tela de juicio el entendimiento solitario
del erudito que opera al margen de otros espacios humanos, huérfano de relaciones,
con la diversidad y nuevas visiones.
Como se sabe, en 1960 la revista “The New Yorker” encargó a Arendt cubrir como corresponsal el juicio en contra de Adolf Eichman, un oficial de las tropas SS, quien se refugió en la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial, donde finalmente fue detenido por agentes israelíes, y llevado a Israel para enfrentar un juicio por genocidio judío y crímenes de lesa humanidad.
Arendt se instala en Jerusalén el tiempo que duran los alegatos. En su libro “Eichmann en Jerusalén”, Hanna Arendt anota que durante todo el juicio, Eichman insiste una y otra vez en su inocencia, argumentado en su defensa que sólo cumplió con la tarea que le fue encomendada por su jefe, el Führer, al que había jurado lealtad. Aquella tarea consistía solamente en organizar el transporte ferroviario de personas. Eichman realizó esta tarea de una manera muy eficiente por años, sin interesarse jamás por el destino de aquellos trenes.
En todo este tiempo Eichman nunca se ocupó ni preocupó de la observación de su entorno, mucho menos de mirarse a sí mismo. Para él, todo se reducía a celo y eficiencia en el cumplimiento de una tarea específica, en aras de su carrera profesional, en la que no había lugar para reflexionar sobre las consecuencias de tal eficiente actuar, mucho menos desarrollar un sentimiento de «bien» o «mal» en el cumplimiento de estos deberes.
A diferencia de la mayoría de las personas que asistieron al juicio, las que juzgaron a Eichman como un monstruo, Arendt consideraba que Eichmann actuó de la manera que lo hizo, no porque estuviera dotado de una enorme cuota de maldad, sino se limitó a cumplir como un funcionario, una pieza u operario más dentro de sistema de exterminio, al que no puso en cuestionamiento.
Arendt denominó tal conducta como “banalidad
del mal”, por la que se rigen aquellos individuos que actúan dentro de las
reglas de funcionamiento de los sistemas a los que pertenecen, sin preocuparse
sobre el origen de dichas reglas, ni mucho menos de las consecuencias de sus
actos. A partir de esa definición Arendt realiza un llamado a reflexionar sobre
la complejidad de la condición humana y estar alertas para evitar el desarrollo
de este tipo de conducta.
Creo que este llamado hace eco hoy día en esta sala, cuando nos preguntamos por el cuidado y la conservación de nuestra Tierra. Corresponde a gobiernos, empresas, comunidades, y toda organización conformada por personas, reconocer que sus actos y las consecuencias de sus decisiones no ocurren en el vacío, sino que se proyectan más allá de ellas mismas. Reconocer que cada proceso productivo, cada definición de prioridades, se inserta en un espacio socio-ecológico específico, que se relaciona e impacta a otros espacios.
Es en la consecución de la tan manoseada “sustentabilidad”
donde más claramente se puede observar la categoría de banalidad de la que
habla Arendt. Por una parte, se realizan esfuerzos enormes, de “alta calidad
técnica”, que aspiran a reducir esta u otra huella humana que degrada la
naturaleza, que intentan mejorar esta o aquella comunidad aledaña, sin
considerar el vasto, complejo, cambiante, e interconectado espacio donde se anidará
cada una de esas decisiones. Pero aún con el mejor esfuerzo, asociado a
importantes inversiones, la gran mayoría de estas soluciones y resoluciones no
ha traído consigo ni mejoras a industrias específicas, ni nos ha permitido
avanzar en mejorías colectivas. Muy por el contrario, la consecuencia de ese
actuar banal es el que sigue llenando vagones con soluciones desarticuladas,
propuestas aisladas, desconectadas de aquellos contextos sociales y ecológicos
en los que ‒en teoría y sobre todo en la práctica‒ deberían insertarse. Está
ocurriendo justamente lo contrario. La crisis ambiental que hoy estalla en
ciudades, en comunidades aisladas, el número creciente de poblaciones
contaminadas, de regiones productivas sobre-explotadas no son más que el resultado
de la precaria interconexión que define y determina los sistemas del cual los
humanos somos parte.
Es este desafío que nos plantea la conservación de la biodiversidad y la sustentabilidad lo que nos une; él nos abre la posibilidad de indagar y aprovechar las conexiones más básicas, ubicuas e invisibles que nos unen y sostienen. Es un desafío entonces, que nos ofrece de manera perentoria la oportunidad única de alejarnos de la banalidad frente a nuestro destino. No es este un reto que se pueda enfrentar desde las alturas tradicionales, soberbias e incontestables, en las que el Poder se ha posicionado y auto posicionado desde siempre.
Lo que ocurrió hace siglos en Uaxactún puede volver a ocurrir en nuestro tiempo. Sólo que esta vez no existirá una segunda oportunidad de aprender de nuestro error. El poder ha de ser entendido sólo como un nudo más del enmarañado tejido que sostiene la condición humana y su coexistencia con la naturaleza que la hace posible. Si lo logramos, habrá de ser la artesanía más elegante y valiosa que hayamos podido crear en y para nuestro universo.
Este proceso hace imprescindible que nos repensemos y requiere de la aceptación, el fomento y el fortalecimiento de las conexiones más íntimas de todos los elementos y actores que hemos mencionado. Pero además, nos dice Hanna Arendt, es un proceso que nos obliga a levantar la cabeza; a mirar más allá de nuestro propio quehacer; más allá del mandato ramplón de la eficiencia pragmática, más allá de una productividad engañosa, y mucho más allá de la estrechez proselitista del momento.
El nuevo camino que debemos recorrer para salir de este atolladero crucial en el que estamos metidos requiere de otra visión del funcionario de gobierno y de Alta Dirección, del legislador y del magistrado, del empresario y del CEO, del académico y del investigador, del líder y del sindicato. Cualquiera sea la escudería que representamos deberemos aprender en este nuevo camino a ponderar en cada momento el resultado de cada paso dado y corregir el rumbo cada vez que sea necesario.
Para esto se hace imperativo, tal como lo reconoció Hanna Arendt, que nos alejemos de la banalidad.
En tal búsqueda compartida, si ella es
genuina, el aporte de las miradas más diferentes y los discernimientos menos parciales
será decisivo.
Vivimos en espacios diferentes y
compartimos un mismo tiempo. Dentro de nuestro país, en cada región y ciudad, e
incluso dentro de esta sala se abren múltiples miradas susceptibles de mostrar
caminos o ayudar a cambios de trayectoria.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario