La verdad es que no entiendo por qué Leo Bacigalupe
me pidió esta presentación....i nicialmente pensé negarme a aceptarla...¿qué podría aportar yo, como ex-científica
formada en Ciencias Ecológicas, quien ya no me encuentro en las primeras lides
de las ciencias en Chile (ni siquiera en las últimas), compartir con el
ramillete de lumbreras que conforman este Programa de Postgrado? Sus
profesores, sus postdoc, sus doctorantes?
Aunque formada como tal, yo llevo un tiempo largo fuera de los espacios
más tradicionales de la ciencia, compartiendo mi conocimiento disciplinario con
la vida común. Más de una década trabajando en aquel verdadero “mundo real”
como lo definía Virginia Wolff … ¿con qué podría yo arengar a este acopio de
entusiastas y jóvenes científicas?
Regresé
entonces al origen, mi origen: las ciencias ecológicas. Cuyo centro y materia
de estudio es la biodiversidad. La mayor singularidad conocida hasta ahora en
nuestro universo, tan maravillosa como compleja, tan ubicua como
idiosincrática. Que permite nuestra propia existencia, y nos conecta ecológica
y evolutivamente con cada manifestación viva de este planeta.
Del conjunto de sistemas
globales necesarios para mantener esta singularidad, la biodiversidad suma a la
provisión de agua dulce, mantención de la capa de ozono, integridad de sistemas
biogeoquímicos, o cambio climático, entre otros. Cada uno de estos sistemas
planetarios, sin embargo, está hoy hiper-demandado, empujado como nunca en la
historia humana a límites por fuera de las condiciones mínimas requeridas por
nuestra existencia. Ocurre con la degradación de la capa de ozono, con aumento
de la temperatura debido al aumento de gases efecto invernadero en la atmósfera,
con la cada vez más menguada provisión de agua dulce, y más.
A pesar de no
estar instalado en el imaginario colectivo, ni social, ni político, ni
cultural, la pérdida de biodiversidad es de todos estos problemas globales, efectivamente
el proceso más reventado y que sobrepasa todos los límites conocidos, y
probablemente tolerables por la vida existente en nuestra azul morada.
Siendo sus
causas variadas, incluyendo factores muy bien conocidos por el mundo de la
ecología –como degradación de hábitat, arribo de especies invasoras,
enfermedades y más (el cuarteto maldito, como se le llamó alguna vez)- sus
consecuencias más profundas restan todavía por ser conocidas.
Es este,
efectivamente, el mayor problema global y social que enfrentamos hoy como
humanidad. Aunque ubicuo, a diferencia de lo que ocurre con la acumulación de
CO2 en la atmósfera que permite intercambios de emisiones/captura entre
diferentes partes del globo, la pérdida de biodiversidad erosiona patrimonio
singular. Deteriora identidad e integridad, y puesto que depende de complejos
procesos ecológicos y evolutivos, la mayor parte de las veces es irreemplazable.
Es justamente
esta erosión la que a su vez explica parte importante del fenómeno del cambio
climático, y sufre las consecuencias del mismo. Mientras que su abordaje, a
través de las ciencias de la conservación, representan la oportunidad más
cierta de mitigar y adaptarse a los efectos del famoso calentamiento global.
A pesar de ello, el
cambio climático es la estrella sexy que acapara las luces de todos los
problemas globales (y los fondos, y los discursos del mundo político), que
cuando se compara con la pérdida de biodiversidad, la hace aparecer como un
tema difuso, promovido y perteneciente a un mundo de jipis ecologistas.
En calidad de tal -de jipi digo- desde hace un poco más de una década, trabajo
asociada a la ONG de conservación de biodiversidad más antigua del mundo –WCS.
Distribuida en más de medio centenar de países, es reconocida por su demostrado
desarrollo, diseño y uso de las ciencias de la conservación, las que despliega
en cientos de proyectos en aquellos sitios donde se concentra la mayor riqueza
de biodiversidad: los trópicos, las altas latitudes boreales, los australes
mares de Patagonia.
Muy joven comparada con otras ciencias establecidas en los albores de
nuestra civilización, la conservación es un espacio que recién comienza a
desplegarse. A diferencia de otras áreas, tiene un mandato claro e ineludible:
enfrentar, para idealmente reducir, retrasar o revertir, el patrón de pérdida
de biodiversidad que cubre nuestro globo.
Es una ciencia de emergencia y de acción. Y debido a la presencia ubicua,
cambiante, su manifestación en multiescala, y la profunda, directa y difusa
relación que la biodiversidad establece con las sociedades humanas (y las
manifestaciones de dicha sociedad, sean comunidades originarias, grandes o
pequeñas urbes, sistemas productivos y empresas de todo tipo, y más), la
ejecución de la práctica de la conservación necesariamente requiere de la participación de muchos actores (demasiados
para mi gusto…).
A lo largo de este periplo, que me ha llevado a trabajar con una enorme
diversidad de personajes, tanto del mundo de las ciencias, agentes políticos,
empresarios, administrativos, otras ONGs, estudiantes de todo tipo, artistas,
guardaparques, vecinas, y más, he podido constatar el profundo significado que tiene
para las personas (y las instituciones que ella configuran), las CIENCIAS.
He aquí el primer desafío que quiero compartir con las futuras
generaciones de doctoras en ecología, que espero salgan desde Valdivia a inundar
el mundo. Un desafío que requiere sobrepasar el rol más tradicional que se ha
asignado al saber científico.
Cuando más claramente visualicé dicho rol, fue cuando conocí Uaxactún, el que fuera el centro científico-religioso más importante del
Mundo Maya. Allí, en la región del Petén, el bosque más importante de
Mesoamérica, se alzaba el observatorio
mayor de la cultura maya preclásica y clásica. Era el
obligado punto de reunión de los astrónomos de todo el extenso imperio maya, quienes
llegaban desde diversos rincones para desarrollar sus investigaciones.
Como en el
antiguo Egipto o en Babilonia la Grande, sirviéndose de la ocurrencia de
eclipses, períodos de sequías, plagas, y otras manifestaciones de la
naturaleza, la ciencia astronómica maya constituía uno de los pilares
principales sobre los que se alzaba el poder político-religioso dominante. Destinado, sobre todo, a
servir de instrumento político-administrativo para el pago de tributos, la
realización de sacrificios, y las muchas otras prácticas de gobierno,
administración y culto.
Tal
“Poder”, que provenía de este “Saber científico”, era el fundamento de un sistema
político-social omnisciente, hegemónico, inicuo, vertical, y a la vez
extremadamente productivo, capaz de mantener y abastecer a una población
numerosa.
Tal como ocurre
hoy en día en múltiples rincones de nuestro globo, el bienestar del pueblo Maya
comenzó a declinar, producto de degradación ambiental, incluyendo pérdida de
bosques, de suelo, presencia de sequías, con impacto en los arreglos sociales
que cimentaron y conformaron dicho imperio.
La fuerza
de la realidad -que sabemos es cambiante- golpeó la puerta de este mundo feliz.
Y este mismo “Poder” y ese “Saber científico” demostraron ser ineptos para
reconocer su golpeteo, y para descifrar la miríada de señales ambientales que
afloraban por doquier. Fueron por ende incapaces de reaccionar oportunamente. Como sabemos, el
proceso de desconocer esa realidad culminó con el colapso definitivo de aquella civilización.
Varios
siglos después, en otro espacio socio-ecológico, en una sociedad transformada y
transformándose de modo incesante, el rol de las ciencias todavía se muestra relevante. Aunque su
relación con el poder no ha desaparecido en absoluto, ella se ha hecho más
difusa. Aumentan sin embargo las exigencias que les plantea la comunidad, por
un hacer que lleve asociado un mayor aporte al bienestar social y ambiental
general.
Trabajando
desde la marginalidad de las ciencias, mi presunción es que los problemas y sus consecuencias sobrepasan en
mucho los límites del cotidiano quehacer del mundo científico, tal como
se ha entendido tradicionalmente a sí mismo, y tal como algunos se esfuerzan en
mantener.
La gran
oportunidad que tiene nuestro mundo, a diferencia del Maya, es la propia transformación
que han vivido las ciencias, gran parte de las cuales han bajado su mirada
desde el firmamento a la Tierra –en especial las ciencias ecológicas-, pudiendo
adentrarse en los confines de nuestro propio globo.
Más aún,
las ciencias de la conservación profundizan esa mirada llevándola en la acción,
a las mismísimas ciénagas del mundo real. Ofrecen por lo mismo una conexión innegable,
como la que nunca se cultivó en la esfera Maya, con las realidades ecológicas, que
son también sociales, culturales, económicas…todas y cada una de las cuales
claman por un cambio. Se abre en este momento entonces, una oportunidad de dar
un salto en nuestra visión de las
ciencias, conectando nuestra acción científica con aquel componente social e
incluso político del cual efectivamente forma parte.
Surge en
este mismo momento un segundo desafío: ¿cómo se hace esto?
Es
tradición en las ciencias duras -a las cuales la ecología ha hecho
significativos esfuerzos por pertenecer-, asumir que la realización de las
ideas es un proceso que nace desde un pensamiento. Una chispa -que pudo o no
haber estado gatillada por una observación-, la que al momento de
materializarse en nuestras cabezas da inicio a un camino, guiado por el método
científico, en donde creamos y recreamos escenarios donde contrastamos dichos
pensamientos – o hipótesis- con la realidad.
Invertimos
mucho tiempo en definir lo más acabadamente posible dichas ideas, haciendo
esfuerzos por ejemplo por buscar el mejor modelo –sea una especie, un autómata,
algún mini sistema- que nos permita mostrar aquella idea de la forma más limpia
posible, y ponerla a operar bajo tal o cual condición.
Esto
se conoce como “hacer a través del pensamiento”. Y se basa en formas de
investigación muy bien conocidas por nosotras -cualitativas o cuantitativas-.
Esta última explorada y desarrollada con profusión por parte importante de las
ciencias ecológicas más modernas.
Este
proceso se comunica por lo general a través de una publicación u otro producto
científico, que resume con la mayor brevedad y austeridad posible el trabajo
realizado. Y que rememora desde el producto final, aquella ruta que lo produjo.
Visto
desde afuera, tanto por especialistas como por el público lego, este camino aparece
como lineal. En donde cada decisión tomada durante el proceso –el modelo, las
preguntas, las formas para resolverlo, y más-
parecieran ser la mejor y la única ruta posible para llegar hasta donde
se llegó. Y que se arribó a tal destino gracias a que a alguna investigadora se
le alumbró la ampolleta, encendiendo una idea y generando un pensamiento que
luego echó a caminar en el mundo. A tal punto que esperamos –ilusamente- que
este relato pueda servir para replicar de manera idéntica todo el periplo
cognitivo en otro sistema similar.
Existe
sin embargo una visión alternativa: la del pensar a través del hacer. Basada en
la llamada tercera forma de investigar – la preformativa-, esta aproximación se
instala día a día con más fuerza en espacios donde reina la más amplia
creatividad, como son las artes. Así como también en espacios de enorme
incertidumbre y complejidad, como es la conservación de la biodiversidad.
Desde
esta visión, ilustrada magistralmente por Tim Ingold, se asume que el producto
que surge del proceso creativo, nace justamente de eso, del proceso. En esta
travesía la mente –que está contenida en un cuerpo, léase historia, sesgos,
visión, pasión, y más- y la materialidad en la que se plasma su idea –sea un
experimento, un trozo de greda, un programa de conservación, u otro- operan de
manera conjunta, abriéndose mutuamente a espacios de reconocimiento y
transformación.
Este
proceso asume de manera explícita que la realidad va hacia adelante, y que se va
desplegando producto del encuentro de aquella idea-contenida-en-una-persona y
el espacio material donde esa persona espera moldearla.
Más
aún los materiales que se ponen a trabajar no constituyen suaves hojas en
blanco donde los iluminados despliegan sus versos o conjeturas, sino que están
conformados por nudos, granulosidades, imperfecciones, que sólo se dejan ver y se
develan en el momento mismo en que ocurre el proceso de moldeo, reconociendo y haciéndose
cargo de toda la imperfección. Se logra tomando consciencia del proceso mismo en
el que la una –investigadora- y el otro –materialidad- están inmersos. Y buscando
en ese devenir las formas de avanzar que puedan ser permitidas tanto por la creatividad
de la persona, además de la textura del material en cuestión.
Visto
así, resulta evidente que el proceso creativo esencialmente no termina nunca. Y
se constata que cuando se obtiene algún producto digno de compartir, no
representa la piedra angular para contar una historia en reversa, sino es un
paso intermedio hacia lo que aún está por venir.
Justamente así es el trabajo en
conservación, un espacio singular, que se entiende e intenta moldear a medida
que se va trabajando, en la que confluyen necesariamente diversos actores, casi
ninguno proveniente de las ciencias ecológicas, en donde el mayor desafío es
mirar el detalle con la aspiración de entender la rugosidad del material en
cuestión, especialmente la humana, y de ir encontrando las vetas que permitan
avanzar hacia la recuperación de la biodiversidad.
Cada
proceso de conservación puede pensarse como un gran experimento. Sin control,
sin réplica, con espacio limitado para controlar variables….en fin…la pesadilla
de cualquier científica tradicional….
|
Field Work, Exhibición Artista Christy Gast, Galería Patricia Ready, Santiago, Chile |
Ingold
usa la metáfora de una artesana que tiene la intención de crear un artefacto,
un cacharro o un tejido, y que se ve enfrentada a un trozo de arcilla, un
pedazo de madera o un cúmulo de lana. Cuando ella se encuentra con un nudo, por
ejemplo, en una madera o en una fibra, no significa que su proceso creativo se
detenga, sino que, a través del reconocimiento tangible del material, constata
que ese nudo puede estar conectado a través de líneas o de la misma fibra con
otros espacios del material, y será en el proceso de creación mismo que ella
decidirá qué línea seguir y hacia dónde extender su creación.
El
proceso es en el fondo un cúmulo de dichas historias de relación de la creadora
con esos materiales, y con sus nudos o imperfecciones intrínsecos. Es muy poco
probable que sea un relato lineal, y es poco probable que en sí mismo, como un
todo, pueda ser replicado de manera idéntica. Así es el trabajo de la
conservación.
El trozo de
greda que vengo moldeando desde hace tiempo es la mayor área protegida
existente en la Isla Grande de Tierra del fuego: el Parque Karukinka, y mi
labor de artesana gira en torno a la gestión teórico-práctica de las complejidades
socio-ecológicas, por medio de un abordaje sistemático, con el objetivo
de revertir la pérdida de
biodiversidad que afecta esta zona, y para que este esfuerzo se traduzca
en bienestar humano y sustentabilidad consecuente.
Con los
pies puestos al sur de nuestro sur, vengo observando a Chile desde aquel territorio marginal, desamparado no
sólo geográfica, sino también científica, económica y culturalmente. Constato
que mis observaciones, que son hechas desde una esquina de nuestra sociedad,
son una mirada muy alejada del poder.
Desde la
realidad de Magallanes y Tierra del Fuego traigo ejemplos concretos de estos
procesos:
La
instalación nuestro programa de conservación privado en Tierra del Fuego, el Parque Karukinka, establecido con
la idea que pudiese servir como instrumento de promoción y valoración de
patrimonio natural como base del diseño de desarrollo de esta parte del mundo.
Nuestra
propuesta se instaló en un área económicamente deprimida in extremis;
un lugar con muchas y muy malas historias de frustradas explotaciones;
una región degradada ecológica y
socialmente (muy parecida en esto a muchas partes de Chile) que
experimentó uno de los genocidios menos reconocidos y más brutales del mundo,
el del pueblo Selk’nam. En una comunidad frustrada y por lo mismo ávida de
proyectos de inversión, en la que al comienzo existía ignorancia respecto de
nuestro quehacer y, por lo tanto, un gran rechazo a nuestro proyecto de
conservación. En el mejor de los casos, nos veían como una termoeléctrica
verde.
Hoy, luego
de más de 10 años y todavía con un proyecto en construcción, somos el
mayor referente de conservación de
biodiversidad que existe en la zona. Hemos logrado un
reconocimiento esencial por parte de autoridades, vecinos, actores privados,
locales y globales. Y hemos logrado insertar nuestra reflexión y experiencia en
conservación (que nos son comunes a todos) en espacios de discusión locales,
nacionales e incluso binacionales. Y hemos llevado la voz de estas ciencias
terrenales, y de la práctica de la conservación, al corazón de diversas
entelequias públicas y privadas.
Pero la
verdad es que tal como ocurre con otras ciencias, la biodiversidad y su conservación no le
interesan a (casi) nadie. Sin embargo es menester agregar aquí, que
aun con recursos mucho más limitados que los asignados a otras ciencias; sin un
entendimiento y/o interés verdadero por gran parte de la sociedad; sin
conexiones políticas; en un contexto político-social-cultural de hostilidad
hegemónica; es desde esta marginalidad que hemos sido capaces de iniciar y
liderar procesos significativos, modificar trayectorias, convocar voluntades,
canalizar y optimizar posibilidades materiales, hacia la consecución de
objetivos de conservación.
Tal como
aquellos procesos marginales que están en la base de la evolución y la
transformación –como puede ser la colonización de un vagabundo de una isla
desierta en medio del Pacífico, o una mutación discreta que se abre paso en una
población enfrentada a un cuello de botella, de la misma forma hay una fuerza
transformadora contenida en la marginalidad y la rareza de la conservación.
Será tarea de personas como nosotras, ecólogas del siglo pasado y del siglo
presente, usar esta marginalidad como punto de apoyo para dar impulso a los todavía
raros y necesarios procesos de trasformación que claman sociedad y ciencias, y
más.
Y surge aquí una tercera pregunta. ¿Por qué
tendríamos que hacerlo?
Les traigo para esto una dura reflexión, la que caí en cuenta
cuando hace poco pude asomarme al trabajo de Hanna Arendt. En uno de los
artículos más duros que se hayan producido en torno al horror del holocausto
judío, se encuentra el ensayo elaborado por esta filósofa alemana, quien luego
de escapar de la Alemania Nazi, se instaló en la ciudad de New York donde
desarrolló su carrera académica.
|
Juicio a Adolf Eichman, Jerusalem 1961 |
Corría el año 1960 y Arendt fue contratada para seguir el
juicio de Adolf Eichman, un reconocido jerarca nazi escondido en la postguerra,
quien fuera encontrado por cazadores de nazis en Argentina, y llevado a Israel
para enfrentar un juicio por el genocidio judío y crímenes de lesa humanidad.
Arendt se instala en Jerusalén el tiempo que duran los
alegatos, para luego retornar, reflexionar y publicar su tesis. Indica que
durante todo el juicio, Eichman insiste una y otra vez en su inocencia,
argumentado en su defensa que sólo cumplió con la tarea que le fue encomendada
por su jefe, el Führer. Aquella tarea era la de llenar vagones de tren… con
judíos.
Sin preguntarse nunca por el destino de aquellos trenes
atestados de carne humana, Eichman realizó esta tarea de una manera muy
eficiente por años. No sólo en Alemania, sino en otros países tocados por el
nazismo, incluyendo Bulgaria, Polonia, Hungría. Su mayor interés no tenía que
ver con el genocidio judío, del cual nunca cuestionó nada, sino simplemente era
cumplir el mandato que se le había encomendado y hacer muy bien su trabajo: atestar
vagones con gente. Esperaba que esta eficiencia según explicaba, le permitiría
ascender en su carrera profesional.
Dentro de esta eficacia, sin embargo, Eichman nunca se adentró
a mirarse a sí mismo, o asomó a mirar su entorno, a reflexionar sobre las
consecuencias de tal actuar. Para él, todo se trataba de celo y eficiencia, sin
desarrollar un sentimiento de «bien» o «mal» en el que pudiese anidar sus
actos.
A diferencia de la mayoría de las personas que asistieron a
su juicio, las que juzgaron a Eichman como un monstruo, Arendt consideraba que
actuó de la manera que lo hizo, no porque estuviera dotado de una enrome cuota
de maldad, sino por ser un burócrata. Un operario más dentro de una máquina o
sistema de exterminio.
Y denominó dicha forma de accionar como la “Banalidad delmal”, término que acuño para referirse a aquellos individuos que actúan dentro
de las reglas de los sistemas a los que pertenecen, sin preocuparse sobre las
consecuencias de sus actos. Arendt realiza desde allí un llamado a reflexionar
sobre la complejidad de la condición humana y estar alertas para evitar el
desarrollo de este tipo de banalidad.
El desafío de la conservación de la biodiversidad está en la
base de la sustentabilidad, no de empresas o industrias específicas, o formando
parte de eslogans vacíos de campañas politiquitas, sino del bienestar más
básico e intrínseco de nuestra humanidad.
Atraviesan por los organismos que estudiamos, no sólo la
energía del universo transformada en alimento gracias a la fotosíntesis, sino que
nos entrelaza como humanos con toda la maravillosa vida que habita nuestro
planeta y que pasa, cruza, impacta, morfa, coopera, urdiendo nuestra vida con el
resto de las mil y una vidas existentes en este mundo. Es justamente esta malla
entretejida por mil mallas la que sostiene en alguna esquina nuestra propia existencia,
y la que nos puede otorgar o no, bienestar.
Aquellas que trabajamos en ecología sabemos lo críticamente
relevante que significa mantener la biodiversidad en todos sus niveles, y con
ella la oportunidad de cambio, para dar la posibilidad a la vida de seguir
adelante. Aunque nos toca a todas, aunque solo puede ser abordado a escala
local a pesar de que requiere del entendimiento más amplio e inclusivo de los
sistemas ecológicos, aún es un desafío que resta en Chile al menos, de ser
colonizado e inundado por nuestra disciplina.
Este desafío nos une. No sólo como cuerpo de científicas,
sino que nos abre la posibilidad de conectar con el resto del mundo. No desde
la altura tradicional en la que se posicionan y auto posicionan las ciencias, tal
como ocurrió en Uaxactún, sino como un nudo más de la maraña humana, de la
materialidad a la cual debemos moldear la artesanía más elegante y valiosa que
haya podido crear nuestro universo.
Este
proceso requiere de las científicas el levantar cabeza. De mirar más allá de su
quehacer propio y de su mandato del momento. Sea como becaria, sea como
académica en una universidad del mundo, sea como líder de un grupo de
investigación y formadora de nuevas científicas. Requiere mirar desde dónde
vienen sus preguntas, y hacia dónde se dirige el resultado de sus investigaciones.
Requiere aspirar el aire que existe fuera
de la burbuja burocrática de las ciencias, y sus perversos y miopes sistemas de
financiamiento y calificación, para conectar con el resto del mundo.
Requiere, tal como lo reconoció Hanna
Arendt alejarse de la banalidad. Y conectar. Enlazar. Sumar. Conocer. Mirar el
todo. Preguntarse cuál es el destino de esos trenes atestados de papers, y dar
la posibilidad a algunas de esas ideas, de esos aprendizajes, de esas miradas,
de salir al mundo, de sumar a otras ideas, de impactar otros espacios, de abrir
otros y nuevos procesos, de hacer saltar alguna chispa que pueda incendiar
tanta falta de visión y entendimiento sobre nuestros sistemas naturales.
Las ciencias ecológicas por definición
están hechas para ser misiles a la banalidad. Abriendo oportunidades reales de
avanzar en la comprensión y recuperación de la base viva de nuestro mundo.
Surge
entonces una cuarta e importante pregunta. ¿No será mucho pedir? ¿Quién y cómo se
puede hacer esto?
La realidad que me abofetea en todos los espacios donde me toca trabajar,
es la enorme, gigantesca, abismante y ridícula carencia de ecólogas. Son
extremadamente escasas aquellas personas formadas en nuestra disciplina,
conocedoras del ABC del mundo ecológico, que se encuentran participando y
liderado el mundo real, fangoso, así como desafiante de la conservación.
Aunque a nadie se le ocurriría abordar un problema de diseño de un puente
o un edificio, sin incluir personal con conocimiento avanzado de cálculo
matemático, es pan de cada día que analfabetos ecológicos, presentes en
espacios diversos de nuestra sociedad, tomen decisiones para las cuales no
entienden sus principios básicos, o escasamente conocen su alfabeto.
La
ecología es la disciplina que en toda propiedad aborda la complejidad de la
biodiversidad. Considerando la ubicua y evidente crisis en que se encuentra
nuestro sujeto de estudio, similar a la necesidad que se tiene de matemáticas cuando
se necesita construir un puente, surge la necesidad de aportar con nuestro
conocimiento específico a los procesos más grandes e inclusivos de conservación.
Yo
digo por esto que es necesario y justo que abramos una puerta a nuestra
disciplina. Tengo la convicción que es imperioso
que las ciencias ecológicas inunden todo espacio de nuestra sociedad. Y pienso,
que al menos parte de nuestra ciencia debe ser inundada asimismo por aquella
sociedad de la cual formamos parte. Necesitamos abrir un enorme forado
que permita y facilite el tránsito de científicas desde las ciencias ecológicas
al corazón del mundo trans de la conservación, para aportar desde dentro al
proceso de transformación que tan urgente clama natura.
La historia de las ciencias es una historia de nacimiento,
muerte y vuelta a nacer de ideas (y de científicas también, por cierto).
Conocer el devenir de las ideas en una disciplina es parte fundamental de la
preparación de cualquier científica. Y la ecología no es la excepción.
Para poder entender la estructuración de comunidades, por
ejemplo, se requiere conocer y contrastar visiones obsoletas superorganísmicas,
con aquellas más nuevas individualistas, o incluso neutrales. Conocer la
trastienda de raciocinios y evidencias, recrear análisis y discusiones, forman la
savia que corre por las venas de la práctica de las ciencias. Estos ejercicios
son escasamente conocidos o entendidos por el público lego. No tendría por qué
ser de otra manera.
Sin embargo, de alguna forma, ideas o hipótesis, logran
saltar las vallas de las ciencias, instalándose en ese mundo de más allá. Y lo
que es bastante espeluznante, son utilizadas para construir realidades falsas,
sostenidas en pseudo-andamiajes científicos, que poco se entienden y menos
interesan.
Por algún motivo que desconozco, muchas ideas y conceptos ecológicos
han saltado la barrera de la disciplina, y se han instalado como mantras en
diversos espacios de la sociedad. Conceptos como equilibrio, ecotono, y más permanecen enquistado en refugios de la
sociedad, y eclosionan en líderes de opinión, o tomadores de decisión.
Brockman reunió en un libro notable, decenas de ideas
científicas, demostradamente obsoletas, que viven y colean en estos parajes
humanos. Desde conceptos como el coeficiente intelectual, principio de
incerteza, nacimiento del tiempo, y más, todas son ideas que el mundo experto
ha enterrado, pero que como zombis vagan y se anidan en mentes vacías,
alimentando errados análisis y tomas de decisión. Brockman propone derechamente
que dichas ideas deben morir.
Y para lograr enviarlas a la tumba, para que ello ocurra,
se requiere luchadoras activas que puedan hacer frente a dichos espectros.
En el amplio espacio del ecologismo (que nosotras sabemos no es lo mismo que el mundo de la ecología), son muy necesarias
estas guerreras. Yo misma he actuado más de una vez casi como amazona,
desplegando las armas que alguna vez obtuve de la ecología, en espacios de toma
de decisión tan sencillos como poderosos.
Algunas veces he saboreado el triunfo en aquellas “batallas”,
como cuando logramos impactar la propuesta para el desarrollo de la minería
chilena, integrando la variable de biodiversidad en el corazón de dicho proceso
industrial. Un proceso que como todos, sigue aún en construcción.
Pero en muchas he experimentado agrias derrotas, como
cuando luego de años de intentonas, no he logrado que el mundo público recule
con su decisión de subsidiar el arribo de ciervo colorado –una de las cien
especies invasoras más dañinas del mundo- a los magníficos parajes fueguinos.
Necesitamos más guerreras allá afuera. Me gustaría
existieran ejércitos de esas guerreras... Y espero que este Doctorado pueda
actuar como un semillero de dichas granadas humanas.
Una nota de disclosure: no se entienda que desearía que cada
ecóloga deje su ámbito de las ciencias para salir a cazar cabezas huecas. Pero lo
que si me gustaría es que puedan abrirse a conocer otros espacios, y destinar
de manera consciente al menos parte de su quehacer profesional a estas lides.
Otra
nota de realidad, me obliga a reforzar el hecho que todo proceso de
conservación, derivado de la propia naturaleza de la biodiversidad, convoca
mandatoriamente la participación de muchos actores. No solamente científicas… las
que a duras penas asoman en medio de una justa maraña de actores y saberes
provenientes de diferentes fuentes de nuestra sociedad.
Es
precisamente allí, donde imbuidas en el corazón de los procesos transformativos,
donde las ecólogas tenemos la oportunidad infinita de impactar: porque tenemos
formación científica, porque sabemos de estructuras y procesos, porque sabemos
de natura. Estos espacios toman formas aterradoras, llámese comisión
intersectorial, llámese comité de “expertos”, consejo asesor u otra, los que vaya
que imponen fricción. Y entregan fuertes cuotas de realismo, al retener el
avance de nuestras mentes, imponiendo lento ritmo a los procesos. Pero como ya
hemos dicho, cuando se enfatiza el proceso por sobre el objetivo final de la
creación, se abre un enorme e inclusivo espacio de aprendizaje y generación de
conocimiento.
A
diferencia del conocimiento que se genera tradicionalmente en ciencias, llevado
hasta el extremo en los confines de Uaxactún, donde una investigadora con una
idea, diseña encuentros con el mundo que permitan contrastar dicha idea con
aquella “realidad” externa, sea en laboratorios o en espacios naturales, la
oportunidad que brinda el sumarse a hacer en estos espacios colectivos es de
conocer desde dentro.
El
nuevo y necesario conocimiento deriva del acoplamiento práctico y observacional
que la pensadora-y ahora/hacedora establece con la materialidad (como dije
muchas veces aterrador). Este conocimiento no proviene de conceptos alojados en
su mente de investigadora, sino que de un conocimiento que va creciendo desde
dentro a medida que se va desplegando la vida compartida de las ciencias, con
aquella otra vida que existe fuera de ellas. Es la única forma en que las
ciencias y la ecología pueden hacer un aporte al complejo, precario, urgente e incierto
mundo de la conservación de biodiversidad. Es la única forma de transformar las
ciencias de Uaxactún.
Como
el trabajo de una buena científica que además ahora es artesana, el desafío es
mantener el momentum en el tiempo,
permitiendo sostener el impulso hacia adelante. Sin perder visión o rumbo. Y en
este devenir, tener la capacidad de mirar el detalle, reconocer el grano de la
materia prima, a la vez que mantener el entendimiento del contexto en el que se
enmarca el devenir del proceso completo. Esta doble mirada es ecología pura.
En un mundo cada
vez más demandado, más conectado y demandante de respuestas, soy una convencida
que las ciencias ecológicas están llamadas a jugar un rol decidor en los
procesos de transformación que hoy claman a gritos comunidades contaminadas,
ecosistemas calcinados, poblaciones sobre explotadas.
Como las ciencias
no son entelequias incorpóreas que levitan la superficie terrestre, la marea
ecológica sólo puede ser impulsada por las contenedoras humanas de las
ciencias. Una versión particular de la utopía que Ray Bradbury describiese en Farenheit451, en donde frente a una humanidad desquiciada que prohibía la existencia de
libros, los relatos literarios fundamentales de la sociedad, eran custodiados y
promovidos por libros humanos.
Tal como aquellos
libros de carne y hueso, somos nosotras, ecólogas de ayer, hoy y mañana, las
que tenemos la oportunidad de conectar al mundo con esta ciencia, y con natura.
Somos una opción cierta para guiar la restauración de aquella naturaleza
afligida, y de hilar una nueva relación del ser humano con su entorno nativo,
que es finalmente su ser propio.
Y llegamos
finalmente a la quinta pregunta. Por qué esta jipi feminista ha hablado sólo en
femenino?
Pues
porque me ha dado la gana. Luego de toda una vida, y de varias vidas acumuladas
de científicas de habla hispana, en donde la voz por default es la masculina,
he decidido hace un tiempo comenzar a hacerlo al revés. No hay una ley universal,
como la gravitacional, que nos mandate al respecto. Sólo un acuerdo tácito, en el
que ninguna de nosotras ha participado, pero que nos ha impactado desde
siempre. Definiendo en el ideal de las personas y las sociedades, la imagen
masculina como la propia para actividades científicas, y más. Pues bien…creo
que podemos comenzar la transformación imaginando ese otro espacio.
En este Doctorado ya han avanzado en ese sentido,
representado con un 45% de féminas dentro de su grupo de profesoras y post-doctorantes.
Número bastante sano…hasta que se considera el staff permanente, donde las
profesoras se empinan apenas a un 27% de representación.
Los resultados de nuestras investigaciones han sido tradicionalmente
la única cara visible del quehacer de las ciencias. Y ellos no discriminan por
género. Cual ápices de un iceberg, muestran una mínima porción de lo que
verdaderamente significa hacer ciencias, de todo lo que debe suceder para que
una investigadora se forme en un pregrado en algún país de la región, para
luego viajar a la Isla Teja a profundizar su formación en un Doctorado como
este.
Por motivos que son muchos y desconocidos, a la vez que
profundos, hemos hecho un esfuerzo por mantener fuera de la ecuación de las
ciencias, aquel componente más relevante para su concreción: la parte humana.
Como si las investigaciones fuesen realizadas por entes hueros, carentes de corporalidad,
de historia, privados de necesidades sociales, familiares, culturales,
financieras, despojados de apetito. Como si esas personas levitaran en un
espacio social llano y libre de baches.
Pues la verdad es que las ciencias y sus investigaciones,
sólo pueden ocurrir si existen personas que las lleven a cabo. Y cada una de
ellas, y la suma de todas juntas, son la parte hundida del iceberg que puede o
no generar dicha publicación, que pueden o no sostener todo el amplio mundo de
las ciencias. Que puede generar y sostener un programa de postgrado, que puede
ampliar el reconocimiento e integración de las ciencias en una región, y
ciertamente que puede tomar lo mejor de dicho conocimiento para aportar a la
construcción de un mejor mundo común.
Pienso que las ciencias tienen una deuda con esa sumergida porción,
pues ofrece escasas oportunidades de bucear para escudriñarla, menos aún de tocarla,
y por ende limitadas opciones de compartirla.
Y en especial soy una convencida que son nuestras historias como científicas, las únicas
capaces de dar cuerpo, moldear, y sostener el nuevo cuerpo que requieren las
ciencias y la conservación.
Todas
tenemos historias (algunas de hecho ya somos historia…). Vuestra colega Olga Barbosa, Dra. Barbosa para los
amigos, se ha transformado en un adalid de la promoción del mundo de las
ciencias ecológicas más allá de los confines de la Academia. Un trabajo que
viene realizando contra viento y marea, y que la ha posicionado en el corazón
etílico de Chile.
Como lo expresara magistralmente Paul Eluard, cuando constata
que “hay otros mundos, pero están este”, la Dra. Barbosa recientemente ha
tomado el liderazgo de la Sociedad de Ecología de Chile, con la intención de amplificar
desde allí el mensaje ecológico que permita develar y tocar esos otros mundos.
Su convencimiento y capacidad son tales, que se ha lanzado a esta travesía a
pesar de que su día sigue teniendo 24 horas.
Qué curiosidad me da conocer las motivaciones que trajeron a
la Dra. Miura a estos húmedos parajes, y saber cómo conecta ella su exploración
del invisible mundo microbiano, con el mundo igualmente desconocido de la
conservación.
Igual copucha me da conocer el periplo de la Dra. Cook, y
entender qué fue lo que la trajo a esta esquinita del mundo. Me pica la
curiosidad saber su opinión sobre cuáles podrían ser los conectores que ayuden
a amplificar y escalar a ciudades su entendimiento sobre la resiliencia de
estos sistemas socio-ecológicos. Quizá los mismos principios puedan aplicar a
la ciencia de mujer, y ayuden a escalar al resto de esta otra y olvidada mitad
humana.
Cuando
vemos papers o trabajos, sin embargo, no mostramos ni damos a conocer dichos
testimonios. Y colegimos por lo tanto que no son relevantes para definir
nuestro destino en el mundo de las ciencias. Y lo que es más importante aún,
pensamos que no son relevantes para las futuras científicas. Para aquella niña
curiosa que juguetea con chanchitos de tierra o colecta conchitas escapándole a
las olas del litoral central…Cuando en realidad es justamente lo contrario.
Elaborar, conocer y promover dichos testamentos de vida, es
parte clave del proceso de poner la voz y la carne femenina de sus
protagonistas en la garganta de las ciencias ecológicas. Cada una de algún
modo, resultado de un improbable viaje emprendido, con quizá que motivación,
que cada pequeña y gran científica ha realizado.
En un continente y especialmente en un país como Chile,
carente de promoción de las ciencias, con ridícula inversión en estas materias,
con escaso conocimiento y valoración social efectiva del quehacer y valoración
de las científicas, con escasa posibilidades de que esta ruta nos genere
bienestar monetario, me sorprendo preguntándome qué nos mueve y mantiene en
esta ruta...qué hace que la disfrutemos, aunque sudemos la gota subiendo
cerros, perdiendo el sueño y tanta fiesta familiar. ¿Qué anima y alimenta la
llama de las ciencias ecológicas en cada una de nosotras? Que justamente por
ser mujeres, es una llama el doble de poderosa que aquella otra.
Ese fuego es el que permanece invisible cuando sólo compartimos
la data. Un fuego fatuo, que poco o nada devela el singular, valioso y potente derrotero
que nos ha permitido desplegar lo improbable. Hay un gigantesco valor allí. Que
realza y debe ser mostrado, cada vez que una mujer hace ciencias. Una obra
docta desplegada palmo a palmo por cada artesana de su propia vida. Y que al
comenzar a compartirla, puede acercar la materia prima de las ciencias a otras
como ella.
Las historias ecológicas que se vienen tejiendo en los
cuerpos de doctorantes, post-doc e investigadoras, son cada una, una ruta por
construir, y todas juntas una red por tejer. Somos fuerza nueva, numerosa,
creativa, apasionada, preparada. Marcaremos la diferencia y torceremos la mano
de la historia como la conocemos hasta ahora. Construiremos un futuro
diferente. No me cabe hoy ninguna duda de aquello.
Y es entonces, luego de todo este periplo…que creo que entendí por qué
Leo Bacigalupe me invitó a desvariar hoy aquí. Con ustedes. Cosa que agradezco
y espero haber honrado.
Muchas gracias
*Presentación realizada para Inaugurar el Año Académico 2017 del Doctorado en Ecología y Evolución, de la Universidad Austral de Chile.