miércoles, 17 de mayo de 2017

Reflexiones (marginales) sobre rol de las ciencias, ecología, y mujeres en conservación de biodiversidad*

La verdad es que no entiendo por qué Leo Bacigalupe me pidió esta presentación....i nicialmente pensé negarme a aceptarla...¿qué podría aportar yo, como ex-científica formada en Ciencias Ecológicas, quien ya no me encuentro en las primeras lides de las ciencias en Chile (ni siquiera en las últimas), compartir con el ramillete de lumbreras que conforman este Programa de Postgrado? Sus profesores, sus postdoc, sus doctorantes?

Aunque formada como tal, yo llevo un tiempo largo fuera de los espacios más tradicionales de la ciencia, compartiendo mi conocimiento disciplinario con la vida común. Más de una década trabajando en aquel verdadero “mundo real” como lo definía Virginia Wolff … ¿con qué podría yo arengar a este acopio de entusiastas y jóvenes científicas?

Regresé entonces al origen, mi origen: las ciencias ecológicas. Cuyo centro y materia de estudio es la biodiversidad. La mayor singularidad conocida hasta ahora en nuestro universo, tan maravillosa como compleja, tan ubicua como idiosincrática. Que permite nuestra propia existencia, y nos conecta ecológica y evolutivamente con cada manifestación viva de este planeta.

Del conjunto de sistemas globales necesarios para mantener esta singularidad, la biodiversidad suma a la provisión de agua dulce, mantención de la capa de ozono, integridad de sistemas biogeoquímicos, o cambio climático, entre otros. Cada uno de estos sistemas planetarios, sin embargo, está hoy hiper-demandado, empujado como nunca en la historia humana a límites por fuera de las condiciones mínimas requeridas por nuestra existencia. Ocurre con la degradación de la capa de ozono, con aumento de la temperatura debido al aumento de gases efecto invernadero en la atmósfera, con la cada vez más menguada provisión de agua dulce, y más.

Tomado de Rockström et al. 2009
A pesar de no estar instalado en el imaginario colectivo, ni social, ni político, ni cultural, la pérdida de biodiversidad es de todos estos problemas globales, efectivamente el proceso más reventado y que sobrepasa todos los lí­mites conocidos, y probablemente tolerables por la vida existente en nuestra azul morada.

Siendo sus causas variadas, incluyendo factores muy bien conocidos por el mundo de la ecología –como degradación de hábitat, arribo de especies invasoras, enfermedades y más (el cuarteto maldito, como se le llamó alguna vez)- sus consecuencias más profundas restan todavía por ser conocidas.

Es este, efectivamente, el mayor problema global y social que enfrentamos hoy como humanidad. Aunque ubicuo, a diferencia de lo que ocurre con la acumulación de CO2 en la atmósfera que permite intercambios de emisiones/captura entre diferentes partes del globo, la pérdida de biodiversidad erosiona patrimonio singular. Deteriora identidad e integridad, y puesto que depende de complejos procesos ecológicos y evolutivos, la mayor parte de las veces es irreemplazable.

Es justamente esta erosión la que a su vez explica parte importante del fenómeno del cambio climático, y sufre las consecuencias del mismo. Mientras que su abordaje, a través de las ciencias de la conservación, representan la oportunidad más cierta de mitigar y adaptarse a los efectos del famoso calentamiento global.

A pesar de ello, el cambio climático es la estrella sexy que acapara las luces de todos los problemas globales (y los fondos, y los discursos del mundo político), que cuando se compara con la pérdida de biodiversidad, la hace aparecer como un tema difuso, promovido y perteneciente a un mundo de jipis ecologistas. 


En calidad de tal -de jipi digo- desde hace un poco más de una década, trabajo asociada a la ONG de conservación de biodiversidad más antigua del mundo –WCS. Distribuida en más de medio centenar de países, es reconocida por su demostrado desarrollo, diseño y uso de las ciencias de la conservación, las que despliega en cientos de proyectos en aquellos sitios donde se concentra la mayor riqueza de biodiversidad: los trópicos, las altas latitudes boreales, los australes mares de Patagonia.

Muy joven comparada con otras ciencias establecidas en los albores de nuestra civilización, la conservación es un espacio que recién comienza a desplegarse. A diferencia de otras áreas, tiene un mandato claro e ineludible: enfrentar, para idealmente reducir, retrasar o revertir, el patrón de pérdida de biodiversidad que cubre nuestro globo.

Es una ciencia de emergencia y de acción. Y debido a la presencia ubicua, cambiante, su manifestación en multiescala, y la profunda, directa y difusa relación que la biodiversidad establece con las sociedades humanas (y las manifestaciones de dicha sociedad, sean comunidades originarias, grandes o pequeñas urbes, sistemas productivos y empresas de todo tipo, y más), la ejecución de la práctica de la conservación necesariamente requiere de la participación de muchos actores (demasiados para mi gusto…).

A lo largo de este periplo, que me ha llevado a trabajar con una enorme diversidad de personajes, tanto del mundo de las ciencias, agentes políticos, empresarios, administrativos, otras ONGs, estudiantes de todo tipo, artistas, guardaparques, vecinas, y más, he podido constatar el profundo significado que tiene para las personas (y las instituciones que ella configuran), las CIENCIAS.

He aquí el primer desafío que quiero compartir con las futuras generaciones de doctoras en ecología, que espero salgan desde Valdivia a inundar el mundo. Un desafío que requiere sobrepasar el rol más tradicional que se ha asignado al saber científico.

Cuando más claramente visualicé dicho rol, fue cuando conocí Uaxactún, el que fuera el centro científico-religioso más importante del Mundo Maya. Allí, en la región del Petén, el bosque más importante de Mesoamérica, se alzaba el observatorio mayor de la cultura maya preclásica y clásica.  Era el obligado punto de reunión de los astrónomos de todo el extenso imperio maya, quienes llegaban desde diversos rincones para desarrollar sus investigaciones.

Como en el antiguo Egipto o en Babilonia la Grande, sirviéndose de la ocurrencia de eclipses, períodos de sequías, plagas, y otras manifestaciones de la naturaleza, la ciencia astronómica maya constituía uno de los pilares principales sobre los que se alzaba el poder político-religioso dominante. Destinado, sobre todo, a servir de instrumento político-administrativo para el pago de tributos, la realización de sacrificios, y las muchas otras prácticas de gobierno, administración y culto.


Tal “Poder”, que provenía de este “Saber científico”, era el fundamento de un sistema político-social omnisciente, hegemónico, inicuo, vertical, y a la vez extremadamente productivo, capaz de mantener y abastecer a una población numerosa.

Tal como ocurre hoy en día en múltiples rincones de nuestro globo, el bienestar del pueblo Maya comenzó a declinar, producto de degradación ambiental, incluyendo pérdida de bosques, de suelo, presencia de sequías, con impacto en los arreglos sociales que cimentaron y conformaron dicho imperio.

La fuerza de la realidad -que sabemos es cambiante- golpeó la puerta de este mundo feliz. Y este mismo “Poder” y ese “Saber científico” demostraron ser ineptos para reconocer su golpeteo, y para descifrar la miríada de señales ambientales que afloraban por doquier. Fueron por ende incapaces de reaccionar oportunamente. Como sabemos, el proceso de desconocer esa realidad culminó con el colapso definitivo de aquella civilización.

Varios siglos después, en otro espacio socio-ecológico, en una sociedad transformada y transformándose de modo incesante, el rol de las ciencias todavía se muestra relevante. Aunque su relación con el poder no ha desaparecido en absoluto, ella se ha hecho más difusa. Aumentan sin embargo las exigencias que les plantea la comunidad, por un hacer que lleve asociado un mayor aporte al bienestar social y ambiental general.

Trabajando desde la marginalidad de las ciencias, mi presunción es que los problemas y sus consecuencias sobrepasan en mucho los límites del cotidiano quehacer del mundo científico, tal como se ha entendido tradicionalmente a sí mismo, y tal como algunos se esfuerzan en mantener.
  
La gran oportunidad que tiene nuestro mundo, a diferencia del Maya, es la propia transformación que han vivido las ciencias, gran parte de las cuales han bajado su mirada desde el firmamento a la Tierra –en especial las ciencias ecológicas-, pudiendo adentrarse en los confines de nuestro propio globo.

Más aún, las ciencias de la conservación profundizan esa mirada llevándola en la acción, a las mismísimas ciénagas del mundo real. Ofrecen por lo mismo una conexión innegable, como la que nunca se cultivó en la esfera Maya, con las realidades ecológicas, que son también sociales, culturales, económicas…todas y cada una de las cuales claman por un cambio. Se abre en este momento entonces, una oportunidad de dar un salto en nuestra visión de las ciencias, conectando nuestra acción científica con aquel componente social e incluso político del cual efectivamente forma parte.  

Surge en este mismo momento un segundo desafío: ¿cómo se hace esto?

De Marioli Saldías 2016 - Violeta y la Rara, ciencia al aire
libre para curiosear el mundo
Es tradición en las ciencias duras -a las cuales la ecología ha hecho significativos esfuerzos por pertenecer-, asumir que la realización de las ideas es un proceso que nace desde un pensamiento. Una chispa -que pudo o no haber estado gatillada por una observación-, la que al momento de materializarse en nuestras cabezas da inicio a un camino, guiado por el método científico, en donde creamos y recreamos escenarios donde contrastamos dichos pensamientos – o hipótesis- con la realidad.

Invertimos mucho tiempo en definir lo más acabadamente posible dichas ideas, haciendo esfuerzos por ejemplo por buscar el mejor modelo –sea una especie, un autómata, algún mini sistema- que nos permita mostrar aquella idea de la forma más limpia posible, y ponerla a operar bajo tal o cual condición.

Esto se conoce como “hacer a través del pensamiento”. Y se basa en formas de investigación muy bien conocidas por nosotras -cualitativas o cuantitativas-. Esta última explorada y desarrollada con profusión por parte importante de las ciencias ecológicas más modernas.

Este proceso se comunica por lo general a través de una publicación u otro producto científico, que resume con la mayor brevedad y austeridad posible el trabajo realizado. Y que rememora desde el producto final, aquella ruta que lo produjo.

Visto desde afuera, tanto por especialistas como por el público lego, este camino aparece como lineal. En donde cada decisión tomada durante el proceso –el modelo, las preguntas, las formas para resolverlo, y más-  parecieran ser la mejor y la única ruta posible para llegar hasta donde se llegó. Y que se arribó a tal destino gracias a que a alguna investigadora se le alumbró la ampolleta, encendiendo una idea y generando un pensamiento que luego echó a caminar en el mundo. A tal punto que esperamos –ilusamente- que este relato pueda servir para replicar de manera idéntica todo el periplo cognitivo en otro sistema similar.

Existe sin embargo una visión alternativa: la del pensar a través del hacer. Basada en la llamada tercera forma de investigar – la preformativa-, esta aproximación se instala día a día con más fuerza en espacios donde reina la más amplia creatividad, como son las artes. Así como también en espacios de enorme incertidumbre y complejidad, como es la conservación de la biodiversidad.


Desde esta visión, ilustrada magistralmente por Tim Ingold, se asume que el producto que surge del proceso creativo, nace justamente de eso, del proceso. En esta travesía la mente –que está contenida en un cuerpo, léase historia, sesgos, visión, pasión, y más- y la materialidad en la que se plasma su idea –sea un experimento, un trozo de greda, un programa de conservación, u otro- operan de manera conjunta, abriéndose mutuamente a espacios de reconocimiento y transformación.

Este proceso asume de manera explícita que la realidad va hacia adelante, y que se va desplegando producto del encuentro de aquella idea-contenida-en-una-persona y el espacio material donde esa persona espera moldearla.

Más aún los materiales que se ponen a trabajar no constituyen suaves hojas en blanco donde los iluminados despliegan sus versos o conjeturas, sino que están conformados por nudos, granulosidades, imperfecciones, que sólo se dejan ver y se develan en el momento mismo en que ocurre el proceso de moldeo, reconociendo y haciéndose cargo de toda la imperfección. Se logra tomando consciencia del proceso mismo en el que la una –investigadora- y el otro –materialidad- están inmersos. Y buscando en ese devenir las formas de avanzar que puedan ser permitidas tanto por la creatividad de la persona, además de la textura del material en cuestión.

Visto así, resulta evidente que el proceso creativo esencialmente no termina nunca. Y se constata que cuando se obtiene algún producto digno de compartir, no representa la piedra angular para contar una historia en reversa, sino es un paso intermedio hacia lo que aún está por venir. 

Justamente así es el trabajo en conservación, un espacio singular, que se entiende e intenta moldear a medida que se va trabajando, en la que confluyen necesariamente diversos actores, casi ninguno proveniente de las ciencias ecológicas, en donde el mayor desafío es mirar el detalle con la aspiración de entender la rugosidad del material en cuestión, especialmente la humana, y de ir encontrando las vetas que permitan avanzar hacia la recuperación de la biodiversidad.

Cada proceso de conservación puede pensarse como un gran experimento. Sin control, sin réplica, con espacio limitado para controlar variables….en fin…la pesadilla de cualquier científica tradicional….


Field Work, Exhibición Artista Christy Gast,
Galería Patricia Ready, Santiago, Chile
Ingold usa la metáfora de una artesana que tiene la intención de crear un artefacto, un cacharro o un tejido, y que se ve enfrentada a un trozo de arcilla, un pedazo de madera o un cúmulo de lana. Cuando ella se encuentra con un nudo, por ejemplo, en una madera o en una fibra, no significa que su proceso creativo se detenga, sino que, a través del reconocimiento tangible del material, constata que ese nudo puede estar conectado a través de líneas o de la misma fibra con otros espacios del material, y será en el proceso de creación mismo que ella decidirá qué línea seguir y hacia dónde extender su creación.

El proceso es en el fondo un cúmulo de dichas historias de relación de la creadora con esos materiales, y con sus nudos o imperfecciones intrínsecos. Es muy poco probable que sea un relato lineal, y es poco probable que en sí mismo, como un todo, pueda ser replicado de manera idéntica. Así es el trabajo de la conservación.


El trozo de greda que vengo moldeando desde hace tiempo es la mayor área protegida existente en la Isla Grande de Tierra del fuego: el Parque Karukinka, y mi labor de artesana gira en torno a la gestión teórico-práctica de las complejidades socio-ecológicas, por medio de un abordaje sistemático, con el objetivo de revertir la pérdida de biodiversidad que afecta esta zona, y para que este esfuerzo se traduzca en bienestar humano y sustentabilidad consecuente.

Con los pies puestos al sur de nuestro sur, vengo observando a Chile desde aquel territorio marginal, desamparado no sólo geográfica, sino también científica, económica y culturalmente. Constato que mis observaciones, que son hechas desde una esquina de nuestra sociedad, son una mirada muy alejada del poder.

Parque Karukinka, Tierra del Fuego. Foto Ricardo Muza
Desde la realidad de Magallanes y Tierra del Fuego traigo ejemplos concretos de estos procesos:


La instalación nuestro programa de conservación privado en Tierra del Fuego, el Parque Karukinka, establecido con la idea que pudiese servir como instrumento de promoción y valoración de patrimonio natural como base del diseño de desarrollo de esta parte del mundo.

Nuestra propuesta se instaló en un área económicamente deprimida in extremis; un lugar con muchas y muy malas historias de frustradas explotaciones; una región degradada ecológica y socialmente (muy parecida en esto a muchas partes de Chile) que experimentó uno de los genocidios menos reconocidos y más brutales del mundo, el del pueblo Selk’nam. En una comunidad frustrada y por lo mismo ávida de proyectos de inversión, en la que al comienzo existía ignorancia respecto de nuestro quehacer y, por lo tanto, un gran rechazo a nuestro proyecto de conservación. En el mejor de los casos, nos veían como una termoeléctrica verde.

Hoy, luego de más de 10 años y todavía con un proyecto en construcción, somos el mayor referente de conservación de biodiversidad que existe en la zona. Hemos logrado un reconocimiento esencial por parte de autoridades, vecinos, actores privados, locales y globales. Y hemos logrado insertar nuestra reflexión y experiencia en conservación (que nos son comunes a todos) en espacios de discusión locales, nacionales e incluso binacionales. Y hemos llevado la voz de estas ciencias terrenales, y de la práctica de la conservación, al corazón de diversas entelequias públicas y privadas.

Pero la verdad es que tal como ocurre con otras ciencias, la biodiversidad y su conservación no le interesan a (casi) nadie. Sin embargo es menester agregar aquí, que aun con recursos mucho más limitados que los asignados a otras ciencias; sin un entendimiento y/o interés verdadero por gran parte de la sociedad; sin conexiones políticas; en un contexto político-social-cultural de hostilidad hegemónica; es desde esta marginalidad que hemos sido capaces de iniciar y liderar procesos significativos, modificar trayectorias, convocar voluntades, canalizar y optimizar posibilidades materiales, hacia la consecución de objetivos de conservación.

Tal como aquellos procesos marginales que están en la base de la evolución y la transformación –como puede ser la colonización de un vagabundo de una isla desierta en medio del Pacífico, o una mutación discreta que se abre paso en una población enfrentada a un cuello de botella, de la misma forma hay una fuerza transformadora contenida en la marginalidad y la rareza de la conservación. Será tarea de personas como nosotras, ecólogas del siglo pasado y del siglo presente, usar esta marginalidad como punto de apoyo para dar impulso a los todavía raros y necesarios procesos de trasformación que claman sociedad y ciencias, y más.

Y surge aquí una tercera pregunta. ¿Por qué tendríamos que hacerlo?

Les traigo para esto una dura reflexión, la que caí en cuenta cuando hace poco pude asomarme al trabajo de Hanna Arendt. En uno de los artículos más duros que se hayan producido en torno al horror del holocausto judío, se encuentra el ensayo elaborado por esta filósofa alemana, quien luego de escapar de la Alemania Nazi, se instaló en la ciudad de New York donde desarrolló su carrera académica.
Juicio a Adolf Eichman, Jerusalem 1961
Corría el año 1960 y Arendt fue contratada para seguir el juicio de Adolf Eichman, un reconocido jerarca nazi escondido en la postguerra, quien fuera encontrado por cazadores de nazis en Argentina, y llevado a Israel para enfrentar un juicio por el genocidio judío y crímenes de lesa humanidad.

Arendt se instala en Jerusalén el tiempo que duran los alegatos, para luego retornar, reflexionar y publicar su tesis. Indica que durante todo el juicio, Eichman insiste una y otra vez en su inocencia, argumentado en su defensa que sólo cumplió con la tarea que le fue encomendada por su jefe, el Führer. Aquella tarea era la de llenar vagones de tren… con judíos.

Sin preguntarse nunca por el destino de aquellos trenes atestados de carne humana, Eichman realizó esta tarea de una manera muy eficiente por años. No sólo en Alemania, sino en otros países tocados por el nazismo, incluyendo Bulgaria, Polonia, Hungría. Su mayor interés no tenía que ver con el genocidio judío, del cual nunca cuestionó nada, sino simplemente era cumplir el mandato que se le había encomendado y hacer muy bien su trabajo: atestar vagones con gente. Esperaba que esta eficiencia según explicaba, le permitiría ascender en su carrera profesional.

Dentro de esta eficacia, sin embargo, Eichman nunca se adentró a mirarse a sí mismo, o asomó a mirar su entorno, a reflexionar sobre las consecuencias de tal actuar. Para él, todo se trataba de celo y eficiencia, sin desarrollar un sentimiento de «bien» o «mal» en el que pudiese anidar sus actos.
A diferencia de la mayoría de las personas que asistieron a su juicio, las que juzgaron a Eichman como un monstruo, Arendt consideraba que actuó de la manera que lo hizo, no porque estuviera dotado de una enrome cuota de maldad, sino por ser un burócrata. Un operario más dentro de una máquina o sistema de exterminio.

Y denominó dicha forma de accionar como la “Banalidad delmal”, término que acuño para referirse a aquellos individuos que actúan dentro de las reglas de los sistemas a los que pertenecen, sin preocuparse sobre las consecuencias de sus actos. Arendt realiza desde allí un llamado a reflexionar sobre la complejidad de la condición humana y estar alertas para evitar el desarrollo de este tipo de banalidad.

El desafío de la conservación de la biodiversidad está en la base de la sustentabilidad, no de empresas o industrias específicas, o formando parte de eslogans vacíos de campañas politiquitas, sino del bienestar más básico e intrínseco de nuestra humanidad.

Atraviesan por los organismos que estudiamos, no sólo la energía del universo transformada en alimento gracias a la fotosíntesis, sino que nos entrelaza como humanos con toda la maravillosa vida que habita nuestro planeta y que pasa, cruza, impacta, morfa, coopera, urdiendo nuestra vida con el resto de las mil y una vidas existentes en este mundo. Es justamente esta malla entretejida por mil mallas la que sostiene en alguna esquina nuestra propia existencia, y la que nos puede otorgar o no, bienestar.

Aquellas que trabajamos en ecología sabemos lo críticamente relevante que significa mantener la biodiversidad en todos sus niveles, y con ella la oportunidad de cambio, para dar la posibilidad a la vida de seguir adelante. Aunque nos toca a todas, aunque solo puede ser abordado a escala local a pesar de que requiere del entendimiento más amplio e inclusivo de los sistemas ecológicos, aún es un desafío que resta en Chile al menos, de ser colonizado e inundado por nuestra disciplina.
Este desafío nos une. No sólo como cuerpo de científicas, sino que nos abre la posibilidad de conectar con el resto del mundo. No desde la altura tradicional en la que se posicionan y auto posicionan las ciencias, tal como ocurrió en Uaxactún, sino como un nudo más de la maraña humana, de la materialidad a la cual debemos moldear la artesanía más elegante y valiosa que haya podido crear nuestro universo.

Este proceso requiere de las científicas el levantar cabeza. De mirar más allá de su quehacer propio y de su mandato del momento. Sea como becaria, sea como académica en una universidad del mundo, sea como líder de un grupo de investigación y formadora de nuevas científicas. Requiere mirar desde dónde vienen sus preguntas, y hacia dónde se dirige el resultado de sus investigaciones.
Requiere aspirar el aire que existe fuera de la burbuja burocrática de las ciencias, y sus perversos y miopes sistemas de financiamiento y calificación, para conectar con el resto del mundo.


Requiere, tal como lo reconoció Hanna Arendt alejarse de la banalidad. Y conectar. Enlazar. Sumar. Conocer. Mirar el todo. Preguntarse cuál es el destino de esos trenes atestados de papers, y dar la posibilidad a algunas de esas ideas, de esos aprendizajes, de esas miradas, de salir al mundo, de sumar a otras ideas, de impactar otros espacios, de abrir otros y nuevos procesos, de hacer saltar alguna chispa que pueda incendiar tanta falta de visión y entendimiento sobre nuestros sistemas naturales.

Las ciencias ecológicas por definición están hechas para ser misiles a la banalidad. Abriendo oportunidades reales de avanzar en la comprensión y recuperación de la base viva de nuestro mundo.

Surge entonces una cuarta e importante pregunta. ¿No será mucho pedir? ¿Quién y cómo se puede hacer esto?

La realidad que me abofetea en todos los espacios donde me toca trabajar, es la enorme, gigantesca, abismante y ridícula carencia de ecólogas. Son extremadamente escasas aquellas personas formadas en nuestra disciplina, conocedoras del ABC del mundo ecológico, que se encuentran participando y liderado el mundo real, fangoso, así como desafiante de la conservación.

Aunque a nadie se le ocurriría abordar un problema de diseño de un puente o un edificio, sin incluir personal con conocimiento avanzado de cálculo matemático, es pan de cada día que analfabetos ecológicos, presentes en espacios diversos de nuestra sociedad, tomen decisiones para las cuales no entienden sus principios básicos, o escasamente conocen su alfabeto.

La ecología es la disciplina que en toda propiedad aborda la complejidad de la biodiversidad. Considerando la ubicua y evidente crisis en que se encuentra nuestro sujeto de estudio, similar a la necesidad que se tiene de matemáticas cuando se necesita construir un puente, surge la necesidad de aportar con nuestro conocimiento específico a los procesos más grandes e inclusivos de conservación.


Proyecto Ensayos - Residencia Arte en Karukinka
Yo digo por esto que es necesario y justo que abramos una puerta a nuestra disciplina. Tengo la convicción que es imperioso que las ciencias ecológicas inunden todo espacio de nuestra sociedad. Y pienso, que al menos parte de nuestra ciencia debe ser inundada asimismo por aquella sociedad de la cual formamos parte. Necesitamos abrir un enorme forado que permita y facilite el tránsito de científicas desde las ciencias ecológicas al corazón del mundo trans de la conservación, para aportar desde dentro al proceso de transformación que tan urgente clama natura.

La historia de las ciencias es una historia de nacimiento, muerte y vuelta a nacer de ideas (y de científicas también, por cierto). Conocer el devenir de las ideas en una disciplina es parte fundamental de la preparación de cualquier científica. Y la ecología no es la excepción.

Para poder entender la estructuración de comunidades, por ejemplo, se requiere conocer y contrastar visiones obsoletas superorganísmicas, con aquellas más nuevas individualistas, o incluso neutrales. Conocer la trastienda de raciocinios y evidencias, recrear análisis y discusiones, forman la savia que corre por las venas de la práctica de las ciencias. Estos ejercicios son escasamente conocidos o entendidos por el público lego. No tendría por qué ser de otra manera.

Sin embargo, de alguna forma, ideas o hipótesis, logran saltar las vallas de las ciencias, instalándose en ese mundo de más allá. Y lo que es bastante espeluznante, son utilizadas para construir realidades falsas, sostenidas en pseudo-andamiajes científicos, que poco se entienden y menos interesan.

Por algún motivo que desconozco, muchas ideas y conceptos ecológicos han saltado la barrera de la disciplina, y se han instalado como mantras en diversos espacios de la sociedad. Conceptos como equilibrio, ecotono,  y más permanecen enquistado en refugios de la sociedad, y eclosionan en líderes de opinión, o  tomadores de decisión.


Brockman reunió en un libro notable, decenas de ideas científicas, demostradamente obsoletas, que viven y colean en estos parajes humanos. Desde conceptos como el coeficiente intelectual, principio de incerteza, nacimiento del tiempo, y más, todas son ideas que el mundo experto ha enterrado, pero que como zombis vagan y se anidan en mentes vacías, alimentando errados análisis y tomas de decisión. Brockman propone derechamente que dichas ideas deben morir.

Y para lograr enviarlas a la tumba, para que ello ocurra, se requiere luchadoras activas que puedan hacer frente a dichos espectros.

En el amplio espacio del ecologismo (que nosotras sabemos no es lo mismo que el mundo de la ecología), son muy necesarias estas guerreras. Yo misma he actuado más de una vez casi como amazona, desplegando las armas que alguna vez obtuve de la ecología, en espacios de toma de decisión tan sencillos como poderosos.

Algunas veces he saboreado el triunfo en aquellas “batallas”, como cuando logramos impactar la propuesta para el desarrollo de la minería chilena, integrando la variable de biodiversidad en el corazón de dicho proceso industrial. Un proceso que como todos, sigue aún en construcción.

Pero en muchas he experimentado agrias derrotas, como cuando luego de años de intentonas, no he logrado que el mundo público recule con su decisión de subsidiar el arribo de ciervo colorado –una de las cien especies invasoras más dañinas del mundo- a los magníficos parajes fueguinos.
Daniela Droguett-Melissa Carmody

Necesitamos más guerreras allá afuera. Me gustaría existieran ejércitos de esas guerreras... Y espero que este Doctorado pueda actuar como un semillero de dichas granadas humanas.

Una nota de disclosure: no se entienda que desearía que cada ecóloga deje su ámbito de las ciencias para salir a cazar cabezas huecas. Pero lo que si me gustaría es que puedan abrirse a conocer otros espacios, y destinar de manera consciente al menos parte de su quehacer profesional a estas lides.


Otra nota de realidad, me obliga a reforzar el hecho que todo proceso de conservación, derivado de la propia naturaleza de la biodiversidad, convoca mandatoriamente la participación de muchos actores. No solamente científicas… las que a duras penas asoman en medio de una justa maraña de actores y saberes provenientes de diferentes fuentes de nuestra sociedad.

Es precisamente allí, donde imbuidas en el corazón de los procesos transformativos, donde las ecólogas tenemos la oportunidad infinita de impactar: porque tenemos formación científica, porque sabemos de estructuras y procesos, porque sabemos de natura. Estos espacios toman formas aterradoras, llámese comisión intersectorial, llámese comité de “expertos”, consejo asesor u otra, los que vaya que imponen fricción. Y entregan fuertes cuotas de realismo, al retener el avance de nuestras mentes, imponiendo lento ritmo a los procesos. Pero como ya hemos dicho, cuando se enfatiza el proceso por sobre el objetivo final de la creación, se abre un enorme e inclusivo espacio de aprendizaje y generación de conocimiento.

A diferencia del conocimiento que se genera tradicionalmente en ciencias, llevado hasta el extremo en los confines de Uaxactún, donde una investigadora con una idea, diseña encuentros con el mundo que permitan contrastar dicha idea con aquella “realidad” externa, sea en laboratorios o en espacios naturales, la oportunidad que brinda el sumarse a hacer en estos espacios colectivos es de conocer desde dentro.

El nuevo y necesario conocimiento deriva del acoplamiento práctico y observacional que la pensadora-y ahora/hacedora establece con la materialidad (como dije muchas veces aterrador). Este conocimiento no proviene de conceptos alojados en su mente de investigadora, sino que de un conocimiento que va creciendo desde dentro a medida que se va desplegando la vida compartida de las ciencias, con aquella otra vida que existe fuera de ellas. Es la única forma en que las ciencias y la ecología pueden hacer un aporte al complejo, precario, urgente e incierto mundo de la conservación de biodiversidad. Es la única forma de transformar las ciencias de Uaxactún.


Como el trabajo de una buena científica que además ahora es artesana, el desafío es mantener el momentum en el tiempo, permitiendo sostener el impulso hacia adelante. Sin perder visión o rumbo. Y en este devenir, tener la capacidad de mirar el detalle, reconocer el grano de la materia prima, a la vez que mantener el entendimiento del contexto en el que se enmarca el devenir del proceso completo. Esta doble mirada es ecología pura.

En un mundo cada vez más demandado, más conectado y demandante de respuestas, soy una convencida que las ciencias ecológicas están llamadas a jugar un rol decidor en los procesos de transformación que hoy claman a gritos comunidades contaminadas, ecosistemas calcinados, poblaciones sobre explotadas.

Como las ciencias no son entelequias incorpóreas que levitan la superficie terrestre, la marea ecológica sólo puede ser impulsada por las contenedoras humanas de las ciencias. Una versión particular de la utopía que Ray Bradbury describiese en Farenheit451, en donde frente a una humanidad desquiciada que prohibía la existencia de libros, los relatos literarios fundamentales de la sociedad, eran custodiados y promovidos por libros humanos.

Tal como aquellos libros de carne y hueso, somos nosotras, ecólogas de ayer, hoy y mañana, las que tenemos la oportunidad de conectar al mundo con esta ciencia, y con natura. Somos una opción cierta para guiar la restauración de aquella naturaleza afligida, y de hilar una nueva relación del ser humano con su entorno nativo, que es finalmente su ser propio.

Y llegamos finalmente a la quinta pregunta. Por qué esta jipi feminista ha hablado sólo en femenino?

Pues porque me ha dado la gana. Luego de toda una vida, y de varias vidas acumuladas de científicas de habla hispana, en donde la voz por default es la masculina, he decidido hace un tiempo comenzar a hacerlo al revés. No hay una ley universal, como la gravitacional, que nos mandate al respecto. Sólo un acuerdo tácito, en el que ninguna de nosotras ha participado, pero que nos ha impactado desde siempre. Definiendo en el ideal de las personas y las sociedades, la imagen masculina como la propia para actividades científicas, y más. Pues bien…creo que podemos comenzar la transformación imaginando ese otro espacio.

En este Doctorado ya han avanzado en ese sentido, representado con un 45% de féminas dentro de su grupo de profesoras y post-doctorantes. Número bastante sano…hasta que se considera el staff permanente, donde las profesoras se empinan apenas a un 27% de representación.

Los resultados de nuestras investigaciones han sido tradicionalmente la única cara visible del quehacer de las ciencias. Y ellos no discriminan por género. Cual ápices de un iceberg, muestran una mínima porción de lo que verdaderamente significa hacer ciencias, de todo lo que debe suceder para que una investigadora se forme en un pregrado en algún país de la región, para luego viajar a la Isla Teja a profundizar su formación en un Doctorado como este.

Por motivos que son muchos y desconocidos, a la vez que profundos, hemos hecho un esfuerzo por mantener fuera de la ecuación de las ciencias, aquel componente más relevante para su concreción: la parte humana. Como si las investigaciones fuesen realizadas por entes hueros, carentes de corporalidad, de historia, privados de necesidades sociales, familiares, culturales, financieras, despojados de apetito. Como si esas personas levitaran en un espacio social llano y libre de baches.


Pues la verdad es que las ciencias y sus investigaciones, sólo pueden ocurrir si existen personas que las lleven a cabo. Y cada una de ellas, y la suma de todas juntas, son la parte hundida del iceberg que puede o no generar dicha publicación, que pueden o no sostener todo el amplio mundo de las ciencias. Que puede generar y sostener un programa de postgrado, que puede ampliar el reconocimiento e integración de las ciencias en una región, y ciertamente que puede tomar lo mejor de dicho conocimiento para aportar a la construcción de un mejor mundo común.
Pienso que las ciencias tienen una deuda con esa sumergida porción, pues ofrece escasas oportunidades de bucear para escudriñarla, menos aún de tocarla, y por ende limitadas opciones de compartirla.

Y en especial soy una convencida que son nuestras historias como científicas, las únicas capaces de dar cuerpo, moldear, y sostener el nuevo cuerpo que requieren las ciencias y la conservación.


Dra. Olga Barbosa
Todas tenemos historias (algunas de hecho ya somos historia…). Vuestra colega Olga Barbosa, Dra. Barbosa para los amigos, se ha transformado en un adalid de la promoción del mundo de las ciencias ecológicas más allá de los confines de la Academia. Un trabajo que viene realizando contra viento y marea, y que la ha posicionado en el corazón etílico de Chile.
Como lo expresara magistralmente Paul Eluard, cuando constata que “hay otros mundos, pero están este”, la Dra. Barbosa recientemente ha tomado el liderazgo de la Sociedad de Ecología de Chile, con la intención de amplificar desde allí el mensaje ecológico que permita develar y tocar esos otros mundos. Su convencimiento y capacidad son tales, que se ha lanzado a esta travesía a pesar de que su día sigue teniendo 24 horas.

Qué curiosidad me da conocer las motivaciones que trajeron a la Dra. Miura a estos húmedos parajes, y saber cómo conecta ella su exploración del invisible mundo microbiano, con el mundo igualmente desconocido de la conservación.


Igual copucha me da conocer el periplo de la Dra. Cook, y entender qué fue lo que la trajo a esta esquinita del mundo. Me pica la curiosidad saber su opinión sobre cuáles podrían ser los conectores que ayuden a amplificar y escalar a ciudades su entendimiento sobre la resiliencia de estos sistemas socio-ecológicos. Quizá los mismos principios puedan aplicar a la ciencia de mujer, y ayuden a escalar al resto de esta otra y olvidada mitad humana.

Cuando vemos papers o trabajos, sin embargo, no mostramos ni damos a conocer dichos testimonios. Y colegimos por lo tanto que no son relevantes para definir nuestro destino en el mundo de las ciencias. Y lo que es más importante aún, pensamos que no son relevantes para las futuras científicas. Para aquella niña curiosa que juguetea con chanchitos de tierra o colecta conchitas escapándole a las olas del litoral central…Cuando en realidad es justamente lo contrario.

Elaborar, conocer y promover dichos testamentos de vida, es parte clave del proceso de poner la voz y la carne femenina de sus protagonistas en la garganta de las ciencias ecológicas. Cada una de algún modo, resultado de un improbable viaje emprendido, con quizá que motivación, que cada pequeña y gran científica ha realizado.

En un continente y especialmente en un país como Chile, carente de promoción de las ciencias, con ridícula inversión en estas materias, con escaso conocimiento y valoración social efectiva del quehacer y valoración de las científicas, con escasa posibilidades de que esta ruta nos genere bienestar monetario, me sorprendo preguntándome qué nos mueve y mantiene en esta ruta...qué hace que la disfrutemos, aunque sudemos la gota subiendo cerros, perdiendo el sueño y tanta fiesta familiar. ¿Qué anima y alimenta la llama de las ciencias ecológicas en cada una de nosotras? Que justamente por ser mujeres, es una llama el doble de poderosa que aquella otra.


Ese fuego es el que permanece invisible cuando sólo compartimos la data. Un fuego fatuo, que poco o nada devela el singular, valioso y potente derrotero que nos ha permitido desplegar lo improbable. Hay un gigantesco valor allí. Que realza y debe ser mostrado, cada vez que una mujer hace ciencias. Una obra docta desplegada palmo a palmo por cada artesana de su propia vida. Y que al comenzar a compartirla, puede acercar la materia prima de las ciencias a otras como ella.

Las historias ecológicas que se vienen tejiendo en los cuerpos de doctorantes, post-doc e investigadoras, son cada una, una ruta por construir, y todas juntas una red por tejer. Somos fuerza nueva, numerosa, creativa, apasionada, preparada. Marcaremos la diferencia y torceremos la mano de la historia como la conocemos hasta ahora. Construiremos un futuro diferente. No me cabe hoy ninguna duda de aquello.



Y es entonces, luego de todo este periplo…que creo que entendí por qué Leo Bacigalupe me invitó a desvariar hoy aquí. Con ustedes. Cosa que agradezco y espero haber honrado.

Muchas gracias








*Presentación realizada para Inaugurar el Año Académico 2017 del Doctorado en Ecología y Evolución, de la Universidad Austral de Chile.

jueves, 11 de mayo de 2017

La Obra de la vida: capítulo Cordillera Ñuble*

Quizá el mayor descubrimiento que espera ser revelado por nuestra humanidad es el hecho que somos naturaleza. Conformamos una millonésima parte de la vida que ha poblado este asombroso planeta, y que hoy se manifiesta en una variedad infinita de formas y lugares. Todas vidas diferentes, todas vidas similares. Cada una el resultado de una historia evolutiva compleja e irrepetible. Un acto único, en un escenario singular, que a pesar de carecer de público, recibe los vítores de aquellos que nos maravillamos con la belleza de la vida.

Y nosotros los humanos somos una parte de esta obra, la que podemos representar únicamente porque disponemos de un escenario vivo, que nos sostiene, alimenta y nos llena de regocijo. Y con cada especie que compartimos este escenario, tal como en una representación teatral, damos pie a las conexiones que nos permiten relatar y finalmente ser. Son justamente esas relaciones las que nos dan la identidad, las que nos insuflan vitalidad, las que nos permiten renovar y seguir adelante.

Kora y Asenat nos entregan la maravillosa oportunidad de ir tras las bambalinas de esta representación. En el espectacular escenario cordillerano de Ñuble, nos presentan a los actores humanos y vegetales que han venido danzando hace centenas de años los escarpados paisajes de Los Andes. Cada uno en sí mismo un tesoro, lamentablemente amenazado en su persistencia futura.

El rescate y propagación de este conocimiento es el aporte más relevante de este trabajo, pues abre la oportunidad a nuevos actores, de conocer esta obra, y activamente participar para que su representación no se trunque.  Es esta naturaleza mixta, humana-vegetal, el patrimonio intangible y a la vez patente, que define más claramente nuestra identidad y cultura. No es raro por lo mismo, que este trabajo haya sido financiado con fondos de arte y no de ciencias, hecho que celebro con ganas.

El trabajo de Kora y Asenat nos invita a participar. A involucrarnos desde el conocimiento andino a la práctica del ser humano en estas latitudes. Invita a mujeres y hombres a ascender los caminos de nuestra montaña, conocer sus plantas y sus espacios, aventurándonos en periplos singulares y valiosos. A contribuir a este conjunto de vida tan diversa como discreta, tan útil como sensible, y aportar así a su recuperación y persistencia en el tiempo.

Gracias al trabajo de don José Aguilera, quien como Leonidas, Donatila, Domingo o Eufemia, recorrió su vida una cordillera similar a esta, yo misma pude participar hace años de esta danza en el techo andino de Salamanca. En sendos viajes, transité los parajes del altísimo, mirada fija en el cielo, contando aves, guanacos, y más. Y en cada atardecer, el choquero calientito y salvador,  aglutinaba historias, recuerdos, visiones, deseos y sobre todo conocimiento y amor por estos parajes. Con su partida, el testimonio de don José ha partido también.

¡Cómo necesitamos más Kora y Asenat para reunir y promover todas estas historias! Para dar oportunidad a la vida de continuar su ruta. Nuestras rutas andinas. Que su visión y empuje nos sirvan de ejemplo y estímulo para que salgamos de nuestras vidas y miremos las vidas de otros. No solo las humanas, sino la de todas aquellas especies con las que compartirnos este único escenario de la vida, y de las que dependemos para ser hoy y alcanzar un mañana.

*Prólogo que presenta el libro "Flora Cordillerana del Ñuble y sus usos tradicionales", de Kora Menegoz & Asenat Zapata, 2017