domingo, 22 de mayo de 2016

Conflictos ambientales en Chile: el elefante blanco en medio de la sala

Cada vez con mayor frecuencia y a lo largo de todo Chile estallan conflictos socioambientales, asociados a proyectos de inversión, “accidentes” ambientales, “sorpresas” asociadas a cambio climático, entre muchos otros factores. El más reciente de estos eventos está anclado a Chiloé, y toca desde pescadores artesanales, la industria salmonera, agencias estatales, cambio global, científicos y más.

Es importante reconocer que estos conflictos tienen más de una causa, que los factores que los explican operan de manera simultánea, que carecemos de información y capacidad suficiente para resolverlos de manera inmediata y definitiva. Así como que hay oportunidades estratégicas que esperan la respuesta de nuestros líderes.

Uno de los factores más relevantes en afectar el bienestar (o malestar) de la población, incluyendo a comunidades, industrias y más, es la biodiversidad. Tal como hoy reconocemos la importancia y magnitud del cambio climático, el mundo reconoce que la naturaleza es una pieza fundamental para proveer bienestar a la población humana. Incluyendo desde la salud de las personas, hasta la sustentabildad de industrias, pues todos los bienes (agua, aire, alimentos, fármacos, etc.) y servicios (ciclaje de nutrientes, captación de carbono, purificación agua, formación de suelo, etc.) básicos para la vida son provistos directa o indirectamente por la naturaleza.

Debido al efecto ubicuo y persistente de los humanos, esta naturaleza se encuentra hoy amenazada, y degradada como nunca antes lo estuvo en la historia de nuestro planeta. Ello se debe entre otras cosas a la destrucción de hábitat, contaminación, invasión de especies, cambio climático, entre otros. Lamentablemente el valor de la biodiversidad se constata cuando se ha perdido, y en ese momento es muy difícil recuperarla. Los efectos de esta degradación son sufridos desde comunidades locales que ven eliminadas sus fuentes de agua, pescadores que ven contaminadas sus áreas de pesca, industrias como el turismo que ven carbonizadas sus activos naturales, la salmonicultura que recibe el embiste de la marea roja u otras enfermedades, o la ganadería que ve disminuida la producción debido a degradación de pastizales.  Incluso enfermedades emergentes como la gripe aviar o el ébola, tienen su origen en la degradación de la naturaleza.

Es por esta razón el mundo inicia a partir del acuerdo de Río en 1992, momento en que nace el Convenio por la Diversidad Biológica, el primer acuerdo global para lograr el reconocimiento, protección y recuperación de la diversidad biológica, incluyendo sus aspectos genéticos, de especies y ecosistemas. Chile, junto a casi todas las naciones del planeta es parte de este Convenio. Y desde su firma ha dado pasos firmes hacia la implementación de este Convenio, incluyendo la creación del Ministerio de Medio Ambiente, algunas de sus agencias (por ejemplo Servicio Evaluación Ambiental, Superintendencia Ambiental, Tribunales Ambientales) y Leyes/reglamentos asociados (Ley de Bases de Medio Ambiente, reglamento SEIA, Estrategia de Biodiversidad, entre otros).

Organismos muy bien conocidos por Chile como la OCDE o el Banco Mundial reconocen asimismo el valor crítico de la biodiversidad para el bienestar social, y especialmente el bienestar y sustentabilidad de los negocios. Compañías de clase mundial, incluyendo extractivas, de servicios, agencias financieras, entre muchas otras han incorporado en sus estrategias de desarrollo la variable de biodiversidad, lo que representa un paso clave hacia la sustentabilidad. Incluso en Chile, compañías (fundamentalmente mineras) y sectores productivos completos (minería  y energía), han desarrollado políticas explícitas comprometidas con la pérdida neta cero de biodiversidad, comprometiendo (al menos en el papel), el interés de detener la degradación de la naturaleza producto de su producción. Esto es especialmente relevante en Chile, cuya economía depende directamente de sus recursos naturales.

Todos estos son avances significativos que apuntan en la dirección correcta: la de proteger, recuperar y promover el patrimonio natural de Chile, y de paso darle sustentabilidad y bienestar a comunidades, emprendimientos e industria nacional.

Sin embargo hay una pieza clave aún faltante: la de crear un Servicio Nacional de Biodiversidad y Áreas Protegidas, que tenga como único mandato la de velar por el la conservación de biodiversidad, y de promover el diseño e implementación de políticas/herramientas con este fin, incluyendo desde áreas protegidas, compensaciones en biodiversidad, restauración de ecosistemas degradados, entre otras.

Es tal la relevancia de este Servicio, que el envío de una Ley para su creación constituyó uno de dos los compromisos ambientales del actual Gobierno. Este proyecto yace en el congreso sin urgencia y si bien no es perfecto, es absolutamente necesario puesto que organiza las facultades ambientales que están repartidas en decenas de agencias y servicios de estado, cada cual con misiones diversas e incluso contrapuestas, e integra por primera vez las esferas público-privada y marino-costera en la ecuación de la conservación y el desarrollo sustentable.

La aprobación de este Proyecto de Ley constituye la última hebra de la reforma ambiental iniciada en 2006. Es la pieza faltante que permitirá a Chile hacerse cargo de sus ecosistemas, y abordar de manera efectiva los problemas socioambientales que estallan día a día a lo largo de nuestro país. Es el elefante blanco en el medio de Chiloé, en los Salares de Atacama, en el medio del smog santiaguino, o de las playas de Puchuncaví, que todos miran, pero que nadie quiere ver.  

Celebramos hoy el día mundial de la Biodiversidad. Lamentamos (sin sorpresa por cierto), la mención nula a la Ley de Biodiversidad y Áreas Protegidas entregada ayer por la actual Presidenta. A pesar del enorme elefante blanco que está instalado en nuestro Congreso desde hace rato.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Colaboración - enfermedad que cura

Nuestro mundo ha seguido a ojos cerrados aquella idea que la competencia es el motor más importante de cambio, bienestar, desarrollo y más. Desde la teoría evolutiva darwiniana, pasando por el libre mercado, hasta políticas de recuperación económica, todas se sostienen en el supuesto que mientras más y mejor compitamos, “más mejor” seremos.

A lo largo de nuestra historia, a medida que hemos ido corriendo el velo de los paradigmas, hemos ido constatando que este supuesto está lejos de ser cierto. Y que las consecuencias de aplicarlo a todo quehacer humano han sido nefastas. No sólo para los humanos, sino para la miríada de otras especies con las que compartimos este planeta. Muy por el contrario, la evidencia nos viene hace tiempo mostrando que la colaboración parece ser por lejos el mayor generador de bienestar. El más grande motor de avances y progresos de la vida a lo largo de nuestra historia.

La existencia de seres complejos como los humanos por ejemplo, no podría ocurrir si no existiese colaboración entre células/órganos de nuestro cuerpo. Se ha propuesto que la colaboración en su grado máximo: la simbiosis -donde un organismo no puede existir en ausencia del otro- explicaría que las células hubiesen podido complejizarse y realizar fotosíntesis o respiración. Ambos procesos clave para la vida tal como la conocemos. Y lo que es más relevante, que en condiciones de máxima precariedad, estas noveles relaciones de cooperación permitieron no sólo sostener la vida, sino catalizar el mayor despliegue de diversidad biológica conocido hasta hoy en el universo.

Sumidos como estamos en esta crisis, donde los problemas estallan en todos los ámbitos de nuestra cultura: educación, economía, soberanía, degradación ecosistemas...una precariedad brutal y ubicua…la pregunta que surge en cada foro que participo es: cómo resolvemos esta crisis?

Desde mi experiencia en conservación de biodiversidad reconozco algunas claves (todas obvias por cierto), que incluyen: asumir la complejidad, reconocer la incertidumbre, diseñar/implementar procesos que permitan aprendizajes compartidos y mejoras sucesivas, impulsar estos procesos a escala local –con los actores relevantes de manera transparente- y conectarlos con fenómenos de orden global…y por sobre todo…entrar en estos procesos de manera colaborativa.

Estas declaraciones son fáciles de hacer desde un think tank o casa de estudios, pero “otra cosa es con guitarra”… cuando tenemos que hacer carne estas ideas en la realidad, involucrando a instituciones variadas, compuestas con personas variopintas, cada una (institución/persona) con sus propios objetivos y métodos, historias, capacidades, etc… la marcha se pone complicada…y lo que ocurre muchas veces, es que a pesar de las buenas intenciones…los excelentes y declarados principios…las cosas no funcionan y no obtenemos los resultados esperados. Esto generando frustración y profundizando la desconfianza propia y colectiva de poder salvar un nuevo o similar desafío.

La conservación que realizo se basa en promover el conocimiento, valoración y cuidado de la biodiversidad, en el entendido que ella es la proveedora más importante y directa de bienestar humano (piensen un minuto en lo que comen, lo que respiran, lo que beben, donde se cobijan, los remedios que los sanan…todo eso y más viene de natura. Y ya). Tarea compleja, por decir lo menos, en un país (y mundo), donde creemos que las plantaciones son bosques, donde pensamos que los conejos son animalitos del campo de Chile, donde pensamos que la naturaleza es algo que está por allá lejos, en Patagonia, y sobre todo porque creemos que las actividades económicas son cosas que viven y florecen en un espacio vacío, desprovisto (y no dependiente) de especies (diferentes de la humana) o ecosistemas. Mi tarea de conservación se basa y requiere colaboración. Y estoy convencida que el mayor cambio cultural que debemos enfrentar para poder resolver la crisis de nuestra biodiversidad, pasa por promover y contagiar la colaboración dentro de nuestro país, y fuera de él.

Y lo que he constatado en este camino de probar-fallar-volver a intentar que en cada Institución -pública, privada, local, global- existen personas que miran el mundo de manera colaborativa. Y otras que no. Existe en todo lugar seres que reconocen la necesidad de sumar esfuerzos y de invertir su trabajo en la generación de bien común. Y otros que no. En cada espacio humano hay individuos que intentan construir en base a conocimiento, a la vez que hay otros que imponen sus planos arquetípicos a como dé lugar. Existen los sujetos que trabajan para la foto y el informe de cumplimiento, al mismo tiempo que otros lo hacen para lograr impactar positivamente la porción de realidad que les compete o interesa. 


Si queremos tener la opción de transformar nuestro mundo, y cambiarlo por alguno mejor, sólo nos queda promover y dejar florecer la cooperación. En todas sus formas. Que aflore y brote por cada rendija nacional. Es relativamente sencillo reconocer los "mutantes colaborativos". Es el punto de partida. Es importante luego resguardar y promover su existencia. Construir con ellos los proyectos que necesitan ser construidos. Cada uno un reguero de sinergia. Cada uno un agente de contagio. Inoculadores de mutualismos, reciprocidad, entrega y más. Nodos humanos de redes transformadoras. Impactando comunidades y catalizando la transmisión de este extraño y necesario virus de la cooperación. Impulsando su propagación incluso más allá de las comunidades humanas…

He aquí el cómo que conozco. Y que me atrevo a aventurar puede ser la cura del mal que nos aqueja. Y que nos corroe día a día ecosistemas y alma.